Cuando viajo a España (ahora que estoy jubilado puedo ampliar la frecuencia y la permanencia) me encanta viajar en tren. Los trenes españoles, por obra y gracia del AVE, han mejorado notablemente. Son rápidos, cómodos, confortables y permiten leer sin marearse. Para mí, lo de leer en el tren es casi un rito. La gente pasa del paisaje al ensimismamiento o al teléfono y nadie te molesta o interrumpe. Digo esto porque, en medio de la vida agitada que llevamos por razones de ocio o de negocio, tendríamos que buscar espacios y tiempos para la lectura, fuertemente amenazada por la cultura digital de la imagen.
Leer viene de antiguo, cuando el alfabeto comenzó a echar raíces y la educación dejó de ser un privilegio de las élites, esto último bastante tarde. Pero el hábito de la lectura siempre estuvo amenazado. A la mayoría de los humanos siempre les costó la lectura, quizá por lo que decía Flaiano: “Hay libros tan pesados que te hacen pensar… en otra cosa”. Gracias a Dios, nuestras bibliotecas, librerías y anaqueles están llenos de libros maravillosos que se pueden leer sin colapsar o morir en el intento.
Allá por el pasado mes de noviembre les cité “El infinito en un junco”, de Irene Vallejo, una de esas joyas que aparecen de vez en cuando y alegran la vida. Ahora les ofrezco otro título, muy diferente en fondo y forma: “Cartas memorables”, recopiladas por Shaun Usher, curiosas, divertidas, reveladoras y trascendentes. Más de cien misivas de gente anónima y personajes célebres. Algunas de las cartas son de antología para conocer mejor el corazón humano (pongo por caso la que Richard Feynman dirigió a su difunta esposa Arline (“tú muerta eres mucho mejor que cualquier otra persona viva”).
Los libros nos hacen partícipes de la memoria, abren el entendimiento y nos permiten soñar el futuro, nutrirnos de ideas y sentimientos. Todo ello provoca que leer sea un auténtico arte. Y, en cuanto tal, algo que hay que cuidar y alimentar para que el espíritu no enflaquezca.