Los científicos y los políticos ejercen oficios enteramente disímiles. Por eso es que grandes científicos y pensadores que terciaron en la arena política fracasaron estrepitosamente en ella.
Maquiavelo fue apresado, torturado y expulsado de Florencia por sus escarceos con el poder; Tocqueville –el autor de La democracia en América– se retiró asqueado tras ejercer de Canciller; John Stuart Mill –uno de los padres del liberalismo– no pudo brillar como parlamentario y perdió las elecciones para para un segundo período; Max Weber –autor de verdaderos tratados sobre sociología y política– ni siquiera fue capaz de ganar la nominación de su partido para las elecciones generales.¿Por qué esa incompatibilidad entre el ejercicio de la ciencia y el de la política? Porque el científico siempre estará interesado en poner a prueba ideas para, eventualmente, convertirlas en teorías e, incluso, en axiomas. No importa si una noción resulta falsa: el académico simplemente la desecha y busca una nueva porque, al final de cuentas, lo único que le importa es encontrar la verdad científica.
El caso del político es diferente: a él –o a ella– le corresponde evaluar si el tiempo en el que vive es propicio para apadrinar una noción o idea. Si la idea resulta falsa o si el tiempo no es el propicio, la carrera del político termina mal.
El caso del presidente Correa es ilustrativo en ese sentido: él entendió o intuyó que el país estaba listo para aceptar la idea de un cambio radical –una “revolución”, nada menos– que se articulara en torno a una activa participación de los ciudadanos.
También entendió o intuyó que la sociedad estaría dispuesta a aceptar un discurso que hiciera énfasis en la necesidad de mejorar la equidad; y que incluso no vería con malos ojos que se aupara el rencor social.
Lo que el presidente Correa no entendió ni intuyó es que sus ideas sobre la política y la económica eran incorrectas y, por tanto, que la “revolución” que proclamaba fracasaría. Por eso, su carrera y su legado político quedarán truncos.
El político que quiera evitar ese mismo destino tendrá que evaluar cuidadosamente qué ideas está dispuesta a aceptar la sociedad ecuatoriana de hoy, atenazada, como se encuentra, por la incertidumbre, la recesión y el desempleo.
También deberá asegurarse de que esas nociones sean correctas y viables. Para eso, el político deberá trabajar con el científico pero no intentar convertirse en uno (porque simplemente no podrá hacerlo).
Lo mismo aplica para el científico: deberá trabajar con el político sin caer en la tentación de convertirse en político porque el riesgo de que fracase es mayúsculo. Ciencia y política son oficios incompatibles pero, a la vez, indispensables entre sí.