El furor de las protestas de la comunidad indígena trae a la memoria los derechos del hombre, de raíces remotas, aunque su vigencia no acaba de resolverse en el país. La Conaie lucha por acceder a una vida de mejor calidad, con aspiraciones expresadas insistentemente al gobierno; la crisis presentada ya era anunciada y la reacción del gobierno para enfrentarla a tiempo ha sido desatinada, por decir lo menos.
Nada justifica la violencia expresada en destrozos y falta de seguridad, con grandes pérdidas para la economía del país y de la población. La libertad para enarbolar el derecho a la protesta y a la resistencia transformada en excesos olvida que ella no se opone al orden, pues representa la capacidad de auto disciplinarse.
Sin embargo, concebir a la protesta como la acción irracional de un grupo desenfrenado que causa daños constituye una visión parcial, una verdad a medias; toda acción tiene sus causas y sus efectos y este problema merece ser mirado en perspectiva y en retrospectiva.
La persistencia de las desigualdades y de pobreza ha causado el revivir de la conciencia sobre el derecho social a la libertad y a la resistencia ante la opresión. Si bien éste se propugna con todo fervor y con todo ímpetu, su cumplimiento es escamoteado en la práctica. De esta contradicción se ha nutrido nuestra historia, plagada de desencantos y decepciones. De allí que los pueblos afectados han debido insistir en el cumplimiento de sus derechos porque éstos han sido violados o desconocidos en la práctica. Se explica entonces que la proclamación de esos principios ha sido casi siempre la obra o el producto de una acción popular, de protesta o de revueltas.
La protesta de la Conaie es una lucha económica porque reclama la satisfacción de sus necesidades, conculcadas por una orientación errada del gobierno frente a lo prioritario: reducir o eliminar la pobreza. No hay que olvidar que la más dura de las opresiones es, fatalmente, la económica.