Los latinoamericanos nunca hemos podido medir la distancia entre el sueño y la realidad. Estamos todos infectados de quimera y mitología. Algunos creen que se trata de un defecto sembrado por Europa y cultivado por nosotros. Cuando llegaron los españoles a nuestra América ya traían la confusión entre utopía y realidad, pues creían haber llegado al Oriente y, además, venían en persecución de mitos como el de las amazonas, el oro abundante y la eterna juventud. Latinoamérica ya nunca quiso despojarse de las ficciones que alimentaron el sueño de los colonizadores.
Esta convivencia de la realidad con la fantasía alimentó la literatura latinoamericana, el “realismo mágico”, de Rulfo, Asturias, Borges, Carpentier, García Márquez. Literatura poblada de muertos vivientes, caudillos de opereta y pueblos fantasmas. Inspiró la vigorosa pintura de los muralistas mexicanos, Rufino Tamayo, Fernando de Zsyszlo, Frida Kahlo. Esa misma subestimación de la realidad y afición a lo fantástico genera el populismo, fenómeno político que ha pervertido la democracia y ha frenado la marcha de la economía. Todos los caudillos populistas establecen una distancia abismal promesas y realizaciones.
Recordar esta raíz cultural de nuestra desdicha nos ayuda a comprender por qué la gente sigue eligiendo demagoga, por qué los demagogos hacen malos gobiernos y por qué terminan siempre en regímenes autoritarios. Seguimos eligiendo iluminados porque seguimos soñando en el tesoro de Atahualpa. Hacen malos gobiernos porque dilapidan los recursos en prebendas, publicidad y corrupción; si se compara la cantidad de recursos manejados con las realizaciones, son los Estados más caros del mundo. Terminan como dictadores porque esa es la condena de la utopía; como dice el jesuita Luis Ugalde de la Universidad Andrés Bello: “Si algo es común a todas las revoluciones vistas a distancia, y a las sociedades que surgieron de ellas, es que lograron quebrar el viejo orden, pero no crear la realidad soñada; el orden nuevo distaba mucho de la utopía prometida e imponía nuevas formas de opresión”.
A esta clase de líderes se les puede aplicar la sentencia de Paúl Claudel: “Cuando el hombre intenta imaginar un paraíso en la tierra, lo que obtiene es un infierno aceptable”. El hombre del pueblo, no se anda con remilgos, su caracterización talvez no sea tan delicada pero es igualmente verdadera. De esos gobiernos que ofrecen mucho en el discurso y la publicidad pero son inoperantes en la realidad, el campesino dice que son “como caballo viejo, puro relincho y pedo”. La política solo es el arte de lo posible, adoptar proyectos viables para reducir la pobreza y la inequidad, dentro de las posibilidades reales, sin renunciar a la utopía como luz en el horizonte y como motor de la acción.