El hilo inasible del silencio enhebra la filmografía de Ingmar Bergman (Suecia 1918-2007). Su vasta y sabia obra está signada por la hondura, rigor, integridad de sus diálogos, magistral actuación de sus intérpretes –que lo acompañaron siempre– y sus silencios estremecedores. “Todo hombre que vivió estéticamente, dice Kierkegaard, es un desesperado”. Algo de esto subyace en la autobiografía de Bergman, “La linterna mágica”.
En los 50 del siglo XX, Bergman conmocionó al mundo con sus películas. Perteneció a una familia de severos principios luteranos, su padre fue pastor de la familia real sueca; entre otros ‘castigos’, pasaba horas confinado en una celda. Las vivencias de su infancia fueron el germen para convertirlo en el más grande representante del cine “claustrofóbico” (Mark Cousins) y, quizás, de la historia del cine de todos los tiempos.
Su obra nació del “hambre” que sentía por este arte. Bergman ofició como un poseso o un santo. La precariedad humana, vida y muerte, amor y desamor, soledad y angustia de ser y estar en el mundo, el sórdido paso y peso de la vejez, el silencio de Dios… circulan por sus películas, desde “El séptimo sello”, 1957, hasta “Saraband”, 2003. Su consagración se produjo con la primera: un caballero sueco retorna de las cruzadas hostigado por el terror de la peste negra, al encontrarse con la Muerte, libra un ‘duelo’ de ajedrez y pierde.
“Fresas salvajes”, 1957, es el filme que articula varias cuestiones que emergen en su trabajo posterior, hallando su reflejo, como el de un criatura mítica en el agua, en “Persona”, 1966, o “Cara a cara”, 1976. Sin embargo, el núcleo alrededor del cual gira la filmografía de Bergman: “Un verano con Mónica”, “Fanny y Alexander”, “Secretos de un matrimonio”, “En presencia de un clown”, “Gritos y susurros”, “Sonata de otoño”… es el estruendoso silencio de Dios, liberado en el de los seres humanos. Detrás de él, nuestras más íntimas, irrisorias y deplorables verdades.