Hace un año se conmemoró un siglo del inicio de la Primera Guerra Mundial; en este año, 2015, se cumplen 70 años del final de la Segunda, la conclusión de aquel horror llamado Auschwitz, una de las atrocidades más grandes de la historia. Y el mundo no ha dejado de preguntarse cómo pudo ocurrir aquello. Y más aún, cómo pudo ocurrir en Alemania, nación que había alcanzado los más altos logros que podía exhibir la cultura europea, los más sazonados frutos del pensamiento filosófico, de las letras, de la música y de la ciencia.
¿Qué es lo que permitió a ese pueblo del que habían surgido Bach, Kant, Goethe, Beethoven convertirse, a la vuelta de la década del 30, en el centro de la megalomanía más estruendosa y en el protagonista de la más inhumana de las barbaries?
¿Cómo entender el que administradores de Auschwitz, luego de escuchar la música de Mozart interpretada por una orquesta de famélicos prisioneros judíos procedan, al día siguiente, a liquidarlos en una cámara de gas?
Para ellos no era sino el cumplimiento un simple trámite burocrático. El absurdo flotaba entonces entre las cosas, se había encaramado al poder político y todo estaba permitido, menos la cordura. Kafka, quien murió en 1924, ya lo había intuido y contado todo mucho antes de que aquello ocurriera.
Por lo visto, el solo conocimiento de los más refinados frutos de la cultura humanista no impide (ni impedirá) que en el corazón del ser humano germine la mala levadura, aquella que sustenta el orgullo (el endiosamiento de la raza, del grupo, de la clase), el sentimiento de superioridad, la prepotencia del más fuerte, el nacionalismo en la más aberrante de sus formas. La buena literatura (lo dije en otra ocasión) nos hace humildes; pero hay también de la otra, aquella que surge del resentimiento, la que predica la revancha y el odio al que es diferente, la que halaga nuestras ambiciones de dominio y nos ofrece razones para el despotismo, la impiedad y el desprecio.
Camus decía que los demonios de su siglo tenían rostros de filósofos. Y todos conocemos sus nombres.
La Europa occidental (a partir de sus orígenes griegos y latinos fusionados en la idea cristiana medieval) siempre se arrogó para sí, la exclusividad de “la” civilización; en esto no hay más que leer a un burgués reseco como Hegel. Uno de sus instantes de gloria fue, sin duda, la proclamación de los derechos universales del hombre. Sin embargo, en este largo caminar no todo en la vieja Europa ha sido un dechado de civilización. Al contrario, la barbarie la ha empañado cíclicamente.
Uno de los últimos episodios fue el genocidio por motivos de raza y religión en Croacia y Kosovo. La barbarie europea ha sido la peor de todas. Es esa mancha oscura que no deja de avanzar en el gran espejo de su historia. No hay civilización que, a la postre, no engendre su propia destrucción, que no secrete su carroña, su barbarie.