Esta semana, el gobierno sufrió una fuerte derrota en su intento por debilitar a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Citó en Guayaquil a los países que, pensó, podían ser sensibles a su retórica antiimperialista y excluyó a aquellos que previsiblemente se opondrían y opacarían los encendidos argumentos del Presidente, que se tomó el trabajo de asistir personalmente a la reunión.
La CIDH existe justamente para vigilar la vigencia de los derechos humanos al interior de los estados nacionales. Tiene sentido como una instancia adicional a la que los ciudadanos pueden acudir cuando los sistemas de justicia nacionales no son suficientes para garantizar sus derechos, o cuando las instituciones caen en sospecha de proteger intereses que no son los del bien público.
La existencia de esta instancia supranacional de justicia tiene especial importancia cuando el principio de división y separación de poderes en los estados nacionales se ve debilitado, como es el caso del Ecuador y de los países de la esfera “bolivariana”, los cuales han pasado por procesos de reforma institucional donde el principio de la división e independencia de los poderes del Estado, y en especial del de la administración de justicia, se ha visto fuertemente disminuido.
Se ha pretendido presentar a la CIDH como un instrumento del imperio para intervenir y desestabilizar a los estados, argumentando una reivindicación soberana para eludir sus fallos. Sin embargo, en un contexto de alta vulnerabilidad para los bienes públicos globales, la soberanía debe potenciarse hacia instituciones de mayor nivel, que sean capaces de resguardarlos en condiciones en que la jurisdicción de los estados nacionales no es suficiente, por ejemplo, cuando hablamos de los derechos colectivos de pueblos indígenas o de afectación al ambiente.
La arremetida contra la CIDH es parte de la cruzada de Correa contra el garantismo que se evidencia en su intento por reformar la Constitución para reducir la importancia y la vigencia de las medidas cautelares. Si a ello sumamos la inminente aprobación de la ley de comunicación, la cual atenta con el derecho fundamental a la libre expresión, estamos frente a un cerco que cierra y completa el modelo totalitario de control político sobre la vida y sobre la expresión de los derechos ciudadanos. El garantismo ha pasado de ser el leitmotiv del gobierno, a camisa de fuerza de la cual ahora se busca deshacer.
Sorprende que esta arremetida contra los derechos se la quiera proyectar al resto de la región e involucrar a los demás estados en la aventura. Los resultados de la cita de Guayaquil parecerían demostrar que la región no esta dispuesta a secundar esta operación de regresión institucional y de reducción de las garantías fundamentales.