Recuerdo pocos detalles de ‘Las cenizas de Ángela’, patética narración de la infancia de Frank McCourt, en la miseria irlandesa de entreguerras: padre alcohólico, familia numerosa, madre vencida. Sin embargo, en escuelas de barrios paupérrimos de ciudades irlandesas, enseñaban maestros de conmovedora vocación. El éxito económico, social y político de Irlanda en las décadas anteriores a la crisis actual, que también le tocó, se debió, precisamente, a la importancia que ese país nórdico, verde y bello dio siempre a la tarea trascendente de educar.
Tratando de ser fiel al sentido de las palabras de McCourt en el libro que no tengo conmigo, evoco los párrafos con que recibió el maestro a sus niños, aquel día de inicio del año escolar en Limerick, húmeda y helada en el invierno. Los niños, ¿doce, trece años?, acuden a la escuela casi muertos de frío, el estómago vacío, grises las sonrisas… El profesor, también pobre, introduce el curso: -A ver niños, les dice. Si algún día llegaran ustedes a comprar un inmenso y hermoso palacio de bellos jardines y fuentes, con galerías, salones y cuartos de grandes ventanas, cálido en invierno, fresco en el verano, ¿con qué lo amoblarían? ¿Comprarían para decorarlo los mejores muebles, cortinas y alfombras espesas y acogedoras; tapices, cuadros, espejos, adornos finísimos, o llenarían sus habitaciones de muebles viejos, harapos por cortinas, suciedad y basura? Entusiasmados los pequeños con la ilusoria suposición del maestro, corean, a voz en grito: -¡No, profesor!, ¡no meteríamos basura en nuestro palacio! ¡Compraríamos lo mejor: los mejores muebles, los mejores espejos, para que fuera el más bello de la historia de Irlanda! Interrumpo mi narración, porque aun sabiendo la conclusión a que llegará el maestro, que completa el sentido de esta hipótesis tan fuera de lugar, siento que yo no habría sido capaz de enunciarla en una escuela tan pobre. Habría temido ofender a los niños con la mención de este sueño imposible. Pero, ¿acaso un pobre no debe soñar ni imaginar que un día pudiera tener un hermoso palacio? ¿Ofende a sus oídos -o a los nuestros- este soñar despierto?; ¿me ofende a mí que ellos adopten utopías que yo no me atrevo a formular? ¿Es justo procurar que la gente tenga sueños que difícilmente podrá cumplir? ¿Son sanas las utopías? ¡Fárrago interior que traigo aquí, no sin recelo! Esta pregunta lanzada en el ambiente oscuro de una infancia de desventuras, culpabilizada por el catolicismo retrógrado e hipócrita en que el autor cuenta que se vivía entonces, obtuvo la ilusión infantil por respuesta. Pero el profesor anunció: ¡Ustedes no tienen que comprar ese palacio, porque son dueños de él! ¡Ese palacio es su inteligencia! ¿Con qué lo amueblan?, ¿qué ponen en sus salones cada día?…
Nunca estará de más evocarlo para nosotros mismos, para nuestros maestros, para nuestros políticos… ¡Nunca!