Los gravámenes a la propiedad urbana y rústica básicamente han sido ingresos de los gobiernos seccionales y lo siguen siendo. Lastimosamente, las reglas a las que están sujetos casi nunca se han sustentado en criterios técnicos, tanto que generalmente sus actualizaciones se han hecho en forma simplista, basándose exclusivamente en la superficie del predio y en la zona en que está ubicado y marginalmente sobre el precio real.
En esta ocasión, los municipios tendrían la intención de revisar en forma general sus catastros, incluyendo tanto los predios urbanos como rústicos, pese a que los beneficios de la plusvalía por la obra pública están concentrados en la ciudad y no en el campo.
A más del análisis que debería hacerse, según si los productos agrícolas estén destinados al mercado nacional o al de exportación, pues el precio de ellos -todos conocemos- es totalmente diferente.
Es decir, no tienen la misma rentabilidad una plantación florícola o de banano que una de maíz o papas, que únicamente abastece el consumo doméstico.
Es de esperar que en esta revisión no se cometan los mismos errores que cuando se creó el impuesto a las tierras rurales. Entonces, lo único que se tomó en cuenta fue la superficie del predio, sin considerar -además del mercado al que está destinada su producción- si tenía o no tenía riego, si era tractorable o no; su altura sobre el nivel del mar, el clima, la cercanía a los centros de consumo, entre otras variables.
Cada una de ellas determina el valor de la propiedad. Al crearse el gravamen mencionado, nada de esto fue sopesado.