Las piezas con las que se armará el Nacimiento, en el Panecillo, están en un extremo de la cima, detrás del monumento. Foto: Víctor Muñoz/ EL COMERCIO.
Desde El Panecillo, a 3 000 metros sobre el nivel del mar, el Centro Histórico de Quito se ve como un juego de legos perfectamente alineados. Las iglesias y los techos de teja de las casas antiguas bordean las calles iluminadas con luces amarillas que hacen que las cuadras se vean cálidas.
Desde allí, entender por qué Quito fue declarado Patrimonio de la Humanidad es simple, pero en la loma donde se levanta la escultura de la Virgen, la realidad es otra.
Diez perros caminan con pereza por la cima de esta tradicional elevación. Merodean junto a turistas en la zona donde se ubican 23 casetas de venta de comida. Se sientan junto a las mesas con esa mirada dulce de perro callejero que suplica alimento y caricias. Algunas personas les comparten comida, otros, como Juan Calvache, se indignan.
El jueves 4 de octubre del 2018 llegó desde Otavalo para conocer el lugar y le gustó. La vista, la imagen de la Virgen y los locales de venta de recuerdos de los artesanos y pintores de Cotopaxi e Imbabura le asombraron, aunque confiesa que esperaba más.
Juan y su novia se hicieron selfies junto a la imagen religiosa, comieron dos empanadas de viento y luego de acurrucarse para evitar el frío mientras miraban la ciudad rendida a sus pies, abandonaron el sitio. No encontraron ni grupos folclóricos ni danzas.
“Aunque sea un flautista deberían contratar para que amenice”, bromea. Su estadía allí fue de no más de 20 minutos.
Al lado sur de la cima, un canchón descuidado y desolado genera una sensación de inseguridad. Allí, en el corazón del cuarto lugar de la capital más visitado por turistas, se improvisó una bodega de fierros. Un guardia cuida lo que aparenta ser chatarra y explica que se trata del nacimiento gigante que cada diciembre se arma allí. Las piezas fueron llevadas en agosto. Unas están oxidadas, otras rotas. Entre los tubos hay escombros y basura.
Las barandas de los senderos están descuidadas. Les hace falta mantenimiento y pintura. Hay hierba y matorrales en las paredes del mirador.
De 652 912 turistas que llegaron a Quito el año pasado, 73 656 fueron a El Panecillo, según Quito Turismo. Miriam Yánez, 38 años, se confiesa fanática del lugar. Mientras toma una taza de colada morada junto a su familia, recuerda que antes hubiese sido imposible visitar en la noche ese sitio por la inseguridad. Su hermana, Bella, vive en las islas Canarias, España, y asegura que está bien, pero faltan servicios.
Suelta ideas: colocar calefactores para combatir el frío, más oferta de restaurantes y poner un techo en el área de comidas, porque cuando llueve, la gente no tiene dónde escampar.
El clima es uno de los enemigos de los negocios. Fabián Piedra, de 49 años, vende pristiños, canelazos y más, de 09:00 a 23:00. En un buen día llega a vender hasta USD 150. Cuando llueve no vende ni USD 80.
Llegar a El Panecillo en bus no es sencillo. Y falta señalización. Camila Chicaiza y Sebastián Simbaña debieron subir en taxi al no encontrar un bus que los movilice, pese a que buscaron en Internet alternativas de transporte.
La calle Agoyán, que se conecta con la Aymerich, la única vía de acceso vehicular a El Panecillo, es un basural. Empieza el ascenso y los problemas aparecen. La vía es angosta, empedrada y con desniveles. Como las casas no tienen estacionamiento, los autos se parquean en las veredas. Los postes están llenos de publicidad. Hay escalinatas destruidas.
Los letreros ubicados en la parte baja de la loma están destruidos. Además, hay basura en las veredas y en los espacios públicos. Foto: Marcelino Rossi/ EL COMERCIO.
Felina Eushiñia vive allí hace 50 años y admite que en las partes bajas hay asaltos. A su hija le robaron el celular y los zapatos el jueves pasado.
El camino de ascenso está rodeado de casas humildes donde se puede hallar piezas de renta a USD 60 y departamentos de USD 180. La plusvalía no es alta pese a ser zona turística.
Hugo Cisneros, urbanista, dice que eso se debe a que en los años 90, el lugar se volvió una zona peligrosa por la presencia de mafias y robos. Son casas pequeñas, de infraestructura básica, con poco espacio de recreación.
Algunos moradores han logrado beneficiarse del turismo. Diana Chicaiza es una de ellas. Pertenece a un grupo de 10 vecinos que conforman la microempresa Francisco Yavirac. Trabajan cuidando los carros de los turistas. Cobran un dólar a cada auto y, a cambio, dan mantenimiento a las zonas verdes. Se turnan y cada uno trabaja tres días a la semana, de 10:00 a 22:00. De lunes a jueves llegan unos 30 autos cada día, y los fines de semana más de 100. Las ganancias se dividen entre todos. Cuando les va bien ganan USD 120.
Quito Turismo propuso a mediados de año un plan para potenciar el lugar: arreglar las escalinatas y dotarlas de iluminación y vigilancia, potenciar el uso de un parque natural y brindar alternativas al turista.
El 3 de octubre, este Diario solicitó una entrevista con esa empresa municipal y envió un cuestionario. El 12 de octubre, la entidad respondió que “por contener información delicada que abarca estudios a problemáticas sensibles detectadas en el casco colonial, debe ser el Instituto de Planificación Urbana quien responda”. Hasta el cierre de esta edición no hubo respuesta.