Compramos baterías viejas, lavadoras dañadas, cosas que no use. Esta proclama se escucha en los barrios de Quito, desde un altavoz colocado en una camioneta o un pequeño camión. Pero, ¿cuál es el destino de aquellos artículos que se desechan en los hogares?
Basta trasladarse a Guamaní, en el sur, para ver las pilas de metal y otros materiales.
Entre las latas, los alambres, las partes de electrodomésticos desechados hay un oficio heredado. Luis Vega es uno de los obreros de la chatarra. Lo ha sido desde que tenía 15 años.
El hombre, de 43 y el mayor de cuatro hermanos, siguió los pasos de su madre, Sara Arteaga, de 58. Mientras enciende una cortadora, en su bodega, a unos metros de la av. Maldonado y del ingreso al barrio La Florencia, trae a su mente los días en los que recorría el Centro buscando chatarra y todo lo que se pudiera reciclar.
El punto de acopio era la antigua gasolinera que se levantaba en el sector, que era de su tío, Segundo Vega.
Cuando la actividad ya no era bien vista en la zona patrimonial se fueron a El Calzado.
Años más tarde, el hombre emigró a España y regresó al país hace 12. Con apoyo de su madre, quien también cuenta con una bodega de chatarra en el sur, retomó el oficio.
Como el negocio de Vega, en Quito, según datos de la Dirección Metropolitana de Servicios Ciudadanos, hay 74 establecimientos cuya Licencia Única de Actividades Económicas (LUAE) está relacionadas con el manejo de chatarra. Quitumbe es la zona donde hay más de estos negocios.
La esposa de Vega, Adriana Poveda, y dos personas más son parte de la jornada, que empieza antes de las 08:00 y se extienda hasta las 18:00, según la afluencia de clientes.
“Somos un filtro en la ciudad”, repite la pareja, mientras muestran que el material llega y, con vehículo incluido, se pesa en una balanza de unos dos metros y medio.
Luego se descarga, una de las tareas que Poveda, de 39 años, considera es de las más demandantes. No quedan fuera los riesgos al usar la maquinaria y muestra una herida en el dedo.
La diferencia para el pago, que actualmente es de 21 centavos por kilo de chatarra, se saca luego de pesar el vehículo vacío. El material les llega desde Chillogallo, Caupicho, los valles, entre otros sectores.
En el cargamento llegan antigüedades. No faltan, por ejemplo, lámparas antiguas y reverberos. A ese tipo de artefactos les dan un breve mantenimiento y los ponen a la venta.
También se ven escudos dañados con el distintivo del Ejército, 700 kilos en acrílico…
Vega da cuenta de que el grueso del material ferroso va a empresas grandes y lo que resta, a pequeños fundidores.
El trabajador, quien bautizó a su negocio como Electrometal, comparte que la afluencia de personas ha bajado en la pandemia y, al contrario, los locales como el suyo han proliferado; muchos, abiertos por extrabajadores de los negocios más antiguos en el ramo.
Hacia la av. Mariscal Sucre, la historia es similar, las chatarreras se abren paso. Una es la de Manuel Chonata, quien aprendió el oficio en su familia, de la mano de su hermano Miguel y su cuñada, Martha Andino. Ellos, a su vez, tomaron la posta del padre de Andino.
El oriundo de Baños arrancó con el negocio en la Amazonía y desde hace cinco años está en Guamaní. Tres hombres y una mujer son parte del equipo en la bodega, donde se apoyan con una pala mecánica para segmentar los materiales.
La colaboradora es Mercedes Villa. Ella protege sus manos con unos guantes para manipular la chatarra. Hace lo mismo con las botellas plásticas que también arriban.
Ella tiene 54 años y tres hijos. Mientras dispone el plástico, en una suerte de rampa, recuerda que llegó al tercer año de universidad en la carrera de Química y dejó los estudios cuando se casó. Se encarga, además, de limpiar las ollas viejas.
En una semana buena, comenta el dueño, pueden completar unas 40 toneladas de material. Ellos venden a otra empresa grande, distinta a la que recurre Vega. Claro que hay ventas pequeñas, como a personas que llegan en busca de una lata o un tubo.
En los barrios, la búsqueda de chatarra tiene un elemento en contra: los dispositivos sonoros para llamar a los vecinos no están permitidos.
De todas formas, más allá de la convocatoria a alto volumen, en Quito, se pueden recordar personajes que remiten a la tradición de la compra y venta de chatarra. Susana Freire, escritora e investigadora de temas históricos, desempolva el pasado para recordar estampas como la del ‘Taita Pendejadas’, Eliseo Sandoval, oriundo de Latacunga y vecino de la calle Guayaquil.
El hombre enviudó en 1937, a los 74 años, y a raíz de eso empezó a vender cosas viejas, primero en la calle Benalcázar, frente al mercado de Santa Clara. Piezas de automóviles, tornillos, candados, ejes de molinos y otras tantas cosas.
Freire dice que no hay que olvidar los mercados Arenas y San Roque. Tampoco a los comerciantes que en los 50 del siglo pasado se colocaban en el relleno de la quebrada de La Marín, y vendían y compraban artículos usados, como fierros.
La investigadora concuerda con la pareja del sur de la urbe: los trabajadores de la chatarra son un filtro, un eslabón en la cadena del reciclaje. Los vecinos podrían ser parte de esa ruta, definiendo espacios para colocar el material reciclable.