Cuando ya eran las siete y media de la noche del martes 1 de febrero del 2022, empecé a sentir ese calosfrío que siempre suele dar antes de un partido de fútbol importante. Se trataba de un juego importantísimo contra Perú, el que podía marcar la clasificación al Mundial. Pero no tenía dónde ver el partido. En esos fútiles empeños de dignidad que aún me quedan, me niego a pagar por ver el fútbol por televisión. Ya es demasiado negocio. Y ese dinero -y hasta mucho más- lo prefiero gastar en un bar cualquiera porque, convengamos, si bien se puede ver el fútbol en solitario, es mejor hacerlo con amigos o con esos desconocidos que se vuelven amigos por 90 minutos. Y si es con varias cervezas, mejor.
Pero ese 1 de febrero del 2022 era un poco más difícil. La víspera pasó el aluvión de La Comuna y La Gasca. Y están muy frescas en la mente las imágenes de los cuerpos arrastrados por la avalancha; una mujer de la ventana del copiloto haciendo señales de desesperación; árboles, tanques, piedras; personas que, encerradas en sus casas, filmaban videos llenos de pánico y rezando un Padre Nuestro.
¿Cómo se disfruta de un partido de fútbol con una tragedia tan presente, cuando uno se pasa preocupado porque el tío de un amigo estuvo desaparecido (ahora está en la lista de las víctimas fatales) o por los amigos que viven allí?
Las ganas de ir a un bar se fueron disipando. El ánimo no daba para hacer de la noche una fiesta. Vinicius de Moraes, el gran poeta brasileño, hincha del Botafogo y que dedicó poemas a Garrincha, escribió una vez que no podía ir al encuentro con la poesía porque “no es posible/ díganle que es totalmente imposible, / ahora no puede ser, / es imposible. / Díganle que estoy tristísimo, pero no puedo ir esta noche a su encuentro. / Explíquenle que hay millones de cuerpos por enterrar, / muchas ciudades por reconstruir”.
El espectáculo debe continuar, dicen. Entonces imaginé a los jugadores con una banda negra en la camiseta en señal de luto. Hay muchos muertos, no solo por el aluvión de Quito, sino también en otras zonas del país por el clima. Hay demasiados muertos por la violencia. Y uno tiene ganas de decir: “díganle al fútbol que es totalmente imposible ir”.
Pero sí vi el partido, pero no el gol de Estrada. Me había resignado a seguir el juego como en los viejos tiempos, cuando el fútbol se jugaba en un horario normal y en domingo -acaso algunos miércoles-: escuchándolo por la radio.
Esta vez no era un radio transistor, sino un teléfono inteligente, pero de tamaño parecido. Y como en aquellos años en que el fútbol solamente se pagaba por ver cuando se iba al estadio, caminaba por la casa con el aparato y lo dejaba en alguna parte para, digamos, prepararme la cena. Grité el gol con emoción; imaginaba el pase de larga distancia de Torres a Estrada. Hasta que llegó el mensaje por WhatsApp de un amigo: “acá puedes ver el fútbol”, con el enlace de una transmisión peruana.
Como muchos, vi el partido con el corazón apretado, que oscilaba entre el partido y la tragedia. Y vino el gol peruano. Vinieron también los minutos de tensión porque el local encerraba al visitante, como suele ocurrir casi siempre cuando está perdiendo con un gol de diferencia. Además, no se puede olvidar que algo pasa con nuestro fútbol, que siempre en los últimos minutos, por una desconcentración de la defensa, llega el gol de la derrota. ¡Siempre, en esos últimos minutos cuando ya no hay posibilidad de reversión! Pero esta generación que escogió el técnico Alfaro tiene aplomo. Da confianza.
El pitazo final del árbitro. Y hay alegría porque la clasificación está apenas a unos metros de distancia. Y uno diría como otro poeta brasileño, Carlos Drummond de Andrade, que dedicó a la Selección que ganó el mundial de México 70: “A Zagalo, zagal prudente / y a sus hombres de campo y bastidor / queda debiendo mi gente / este minuto de felicidad”,
Y es que el fútbol es efímero. Hubo alegría. Duró apenas un minuto. Y allá, en La Comuna y La Gasca, aún están pasándola mal, muy mal.