Ivonne Guzmán,
Editora de Siete Días
Si al igual que los libros, cada ciudad es un sitio distinto según quien la habita (es decir, haga su lectura personal de ella), Puerto Ayora sería algo así como 11 000 ciudades a la vez (según cifras oficiales) ó 20 000 (si ponemos atención a lo que se dice en las calles e incluimos a todos aquellos que los registros oficiales no logran asir), en fin, quién sabe…
Si la naturaleza no es lo suyo…
Ciudad con ganas -y pose- de ser metrópoli, en Puerto Ayora un citadino puede sobrevivir si, por ejemplo, se regala una buena noche de sushi en el Red Mangrove, luego de haber visitado las galerías más exclusivas del pueblo (Aymara y Olga Fisch), donde coincidirá con gente de todo el mundo.
La noche no ofrece mucha variedad, pero en dosis de corta duración, sí muchísima diversión.
El Bongo Bar es el paso obligado para cualquier persona que se precie de conocer la noche santacruceña.Una partida de billar, techno, cervezas o caipirinhas son la antesala de lo que puede llevara un tequila body shot…
La actividad cultural es escasa, alguna vez hubo un cine, cuyo local se recicló para dar cabida a una iglesia de Pare de Sufrir. Pese a ser 11 262 habitantes (censo 2006), pocas veces una obra de teatro o un concierto irrumpen en la escena.Pero aquí no se dará cuenta de todas esas versiones de Puerto Ayora; empresa –sobra decirlo– imposible. Aquí se hablará de una Puerto Ayora que es trina y una, según se mire y convenga…
Puerto Cacho o la leyenda
Cuenta la leyenda que no hace muchos años, una mañana por obra y gracia del poder ‘swinger’ varias parejas establecidas aparecieron intercambiadas. Sí, exactamente como lo cuento: los unos en las camas de los otros, y jamás volvieron con sus cónyuges habituales. Eso sí, la leyenda santacruceña no dice si fueron felices comiendo perdices por siempre jamás…
En cambio, es vox pópuli que, como en cualquier puerto que se precie de tal, en Puerto Ayora las ausencias largas de uno de los esposos son comunes y las infidelidades también. Claro que no hay cifras que confirmen la veracidad del asunto (imposible), y estos deslices amatorios apenas sazonan el anecdotario local.
Sitio de paso para muchos, de tedio y soledades para otros tantos; en Puerto Cacho –como le llaman los locales con picardía–, los triángulos o cuartetos amorosos se tejen y destejen a gran velocidad, muchas veces con la tácita aprobación de los ‘perjudicados’; y algunos de ellos, con civilizada resignación, asumen que durante sus faenas en altamar (ya sea porque están de pesca o salieron de guianza) en su casa puede pasar cualquier cosa, y viceversa. Más de una aventura extramarital –obviamente– también tiene lugar al abordaje… con el azul del mar por inmenso y mudo testigo.
Yo no sé si funciona exactamente así; en mi descargo solo puedo decir que la primera vez que visité esta localidad, que se asoma somnolienta al mar, cuando pregunté por tercera vez al taxista cuánto faltaba para llegar, contestó con una sonrisa cómplice: “ya llegamos, ¿si ve esas casitas allá?, eso es Puerto Cacho”.
Noches de bienvenidas y despedidas…
Son reuniones pequeñas, ruidosas y alguna puede llegar a ser memorable. Se desarrollan en casas particulares, arrendadas y casi siempre no amobladas, pero si llegan a tener muebles, estos, con pocas excepciones, serán prestados o heredados.
Solo hay dos motivos por los que se realizan: dar la bienvenida o hacerle la despedida a alguien. Sí, son las ‘welcome’ o ‘goodbye parties’.
En Puerto Ayora, se puede decir, se han convertido en un ritual, toda una tradición en la naciente cultura isleña. Casi no hay día en el que no se celebren, sin importar si es martes o sábado; el tiempo en los mundos insulares corre en otras direcciones, o sin dirección, se permite ser más plácido y generoso…
El típico agasajado de preferencia hablará un pálido español, será originario de algún país desarrollado y habrá llegado o se estará yendo con un megaproyecto científico en alguna rama de las Ciencias Naturales; aunque también están aquellos que solo van armados con su voluntad, para ocuparse en cualquier cosa ‘de gratis’ –hay temporadas en que son legión, sobre todo en el verano del hemisferio norte– y son cariñosamente conocidos como ‘los voluntarios’ por la gente del pueblo.
Con 11 262 habitantes, Puerto Ayora tiene la población más grande de las Galápagos; está en Sta. Cruz.En todo caso, estos festejos que iluminan las calladas noches santacruceñas, convirtiendo al poblado en una especie de barrio La Mariscal semirrural, son réplicas perfectas de la Torre de Babel, en donde las conversaciones suelen repetirse invariablemente. Diálogos entre locales y extranjeros, que generalmente versan sobre asuntos del idioma: “en mi país ‘chuchaqui’ se dice hangover” o “¡es imposible que no distingan entre ‘ser’ y ‘estar’, son dos cosas tan diferentes!”. En el baile tampoco suele haber entendimiento, pero no importa, porque la fiesta sigue con o sin ritmo, con traductor o sin él…
Enclave Salasaca
Es algo así como un caso de suplantación… Uno los ve y no termina de convencerse, hay algo que no encaja: van tan arropados, tan contenidos y son tan andinos que es difícil entender cómo fue que adoptaron a Puerto Ayora. Ellos –creo que no lo dije– son salasacas. Y son, también, una de las comunidades más consolidadas de la isla.
Su fortaleza quizá no esté tanto en que tengan una poderosa cooperativa de ahorro y crédito o que sean alrededor de 2 500 (es decir el 22% de la población), ni que la sola mención de que su Asociación va a intervenir en tal o cual protesta cause preocupación, o que uno de los barrios más populosos de Puerto Ayora –La Cascada– tenga denominación de origen salasaca. No.
Quizá tiene más que ver con cómo circulan por las venas de esta pequeña ciudad: ocupándose en las labores de limpieza de casas, oficinas, hoteles y restaurantes; al volante de una camioneta blanca –denominada móvil en lugar de taxi–, recorriendo las 24 horas del día, las cinco o seis calles que atraviesan el pueblo; o, a veces, no dejando dormir a los vecinos de barrios lejanos, gracias al eco que amplifica sus conciertos de música trasplantada desde el altiplano.
Su andar pausado, quizá por la ropa mojada (jean o anaco, blusa o camiseta) que se les pega al cuerpo después de un chapuzón de fin de semana en la laguna de Las Ninfas o en la playita de la Estación, los delata y nos recuerda que no son de ahí, pero que llegaron para quedarse .
(Breve Epílogo)
Pero Puerto Ayora también puede ser un eterno domingo silencioso, en el cual la categoría de ‘solo’ (estar solo) amenaza con llegar a magnificarse de tal manera que está contraindicado para personas con inclinaciones existencialistas.
Y a veces es como protagonizar ‘Verano Azul’, pero 20 años después (y con tarjeta de crédito propia); incluye el romance, los paseos en bicicleta y las alegres aventuras… Eso sí, quien quiera comprobarlo quizá fracase, porque solo conseguirá su versión propia de Puerto Ayora.