El Código Penal que el Gobierno trata de aprobar es la materialización más evidente del modelo despótico y autocrático en el que se ha venido trabajando desde hace cinco años.
El proyecto penaliza de forma implacable cualquier forma de protesta social y, si bien se ha dicho que excluye el desacato, incluye en cambio otras formas de criminalizar las ofensas a las autoridades.
De aprobarse, el nuevo Código Penal se convertiría en todo un emblema de lo que es un Estado represivo y opresor.
Que de la construcción de ese Estado retrógrado sea responsable Rafael Correa no es ninguna novedad. Su visión sobre el poder está perfectamente a tono con un modelo donde el Estado tiene que hacer sentir con la mayor brutalidad posible el peso de la autoridad a los ciudadanos.
Lo más notable es, más bien, que la edificación de este despotismo es fruto de la colaboración de la izquierda, un movimiento que había forjado durante años una identidad relacionada con la resistencia ante el abuso del poder.
El Estado despótico y represivo en que se ha convertido el ecuatoriano se origina no solo en la actitud de Correa sino en la complicidad de la izquierda. Si alguna vez se abusó del poder para destituir un Congreso y golpear a los diputados fue porque la izquierda lo aprobó activa o pasivamente.
Lo mismo con la represión en Dayuma o con la enfermiza persecución a El Universo.
La izquierda, la que está dentro o fuera del Gobierno, ya tiene su nuevo ADN y con él pasará a la historia. La lucha por las libertades ya no es su patrimonio. Nunca más.