Sobre el puente de San Roque se ofertan prendas de vestir usadas y repuestos. Foto: Diego Pallero / EL COMERCIO
El local es oscuro y huele a húmedo. No tiene vitrinas, luces ni vestidores. A 300 metros de la Plaza de La Victoria, en el Centro de Quito, se levanta un local comercial donde se ofertan zapatos, carteras, pantalones, blusas y camisetas. Se puede vestir de pies a cabeza con USD 10. Nada es nuevo. Todo es de segunda.
Sobre el puente de San Roque y en los alrededores del mercado, hay sacos, faldas, licras, calentadores, medias y hasta ropa interior colgados en los muros. Se pueden encontrar prendas desde USD 1.
La vendedora se incomoda ante la pregunta de la procedencia de la ropa. Asegura que la mercadería se la vende una conocida que tiene un camión y que recorre la ciudad comprando ropa usada a personas adineradas. Los comerciantes están a la defensiva. Allí no solo venden ropa sino electrodomésticos usados, repuestos para licuadoras, lavadoras, aspiradoras.
Se las conoce como cachinerías y tienen más de 100 años de vida. Alfonso Ortiz, historiador, explica que antes del boom petrolero, el reciclaje de objetos era importante en la ciudad y en el país.
Dos, tres y hasta cuatro generaciones podían usar prendas de vestir o ciertos artefactos. Había la cultura del arreglo. Pero hace 50 años entró la cultura del despilfarro donde lo que ya no se usa se bota.
No obstante, la economía de ciertos grupos sociales hace que hoy las cachinerías sean una opción frente a la pobreza. Sin embargo, uno de los problemas de estos negocios es que pueden ser utilizados para ofertar objetos robados.
Otros locales donde se venden artículos usados se ubican sobre la Pichincha, la Olmedo, la Guayaquil y la Galápagos. Los vecinos aseguran que en el centro comercial Montúfar, una edificación que nació como parqueadero y que hoy acoge a cientos de negocios de venta y reparación de celulares, también se vende mercadería sospechosa.
Los alrededores del lugar generan temor. En las afueras se puede encontrar a jóvenes enjoyados, que se contactan con las personas que traen la mercadería.
El miércoles en la mañana un hombre con gorra, gafas y una mochila roja se acercó a un muchacho bien vestido y le entregó lo que parecían ser dos teléfonos celulares. No hubo paga. “Luego arreglamos”, le dijo.
El centro comercial tiene guardianía privada. Son seis pisos y casi todos los locales ofrecen tecnología. Algunos muestran sus productos en cajas, con facturas. Otros tienen los aparatos usados, con las pantallas rotas y los ofrecen a muy bajos precios.
No hay mucha gente en el lugar. Unas pocas personas caminan por los pasillos vacíos. “Señor, ¿tiene un Galaxi S8?”, pregunta una mujer. “No niña, pero le consigo para mañana. Ahorita tengo este Galaxi Note 8. Hasta en USD 350 le dejo”, responde el vendedor. Le confirma que es usado, que no tiene caja ni garantía.
Juan Fernando Lirios, un comerciante del lugar, cuenta que no todos allí venden cosas robadas. Asegura que él cumple con todos los requisitos y que solo vende teléfonos nuevos de paquete. Pero admite que el Montúfar es un espacio donde se pueden comercializar artículos sustraídos. Lo hacen como sea. En partes, como repuestos o enteros. Allí también se venden joyas usadas, relojes, calculadoras. En los alrededores atienden más de una treintena de locales que también se dedican a comprar oro.
A tres cuadras del Montúfar, hay otro centro comercial popular. Está casi vacío, pero funcionan varios almacenes donde se venden repuestos de autos, celulares y electrodomésticos.
Carlos Blanco, jefe de Operaciones del DMQ, asegura que se hacen operativos diarios para evitar que ese tipo de negocios operen.
Aclara que las intervenciones se las debe hacer con la Policía Judicial, la Intendencia y Fiscalía. Solo así, dice, se puede comprobar que se están vendiendo cosas robadas.
Cuando se hacen esos operativos, se recupera la mercadería que no pudo ser justificada con facturas, se la ingresa a las bodegas de la PJ, se la registra y se publica una lista para que las personas que han sido perjudicadas recuperen los objetos demostrando que son de su pertenencia.
Su recomendación para acabar con ese problema es que la gente no compre en esos lugares. Porque si las personas continúan adquiriendo artículos robados, el círculo vicioso no termina y crece.
Las cachinerías generan, además, un serio inconveniente para la zona. Atraen no solo a la delincuencia, sino a bebedores, trabajadoras sexuales y vendedores ambulantes.
Jhofre Echeverría, presidente del Buró del Centro Histórico, al que pertenecen 30 empresas turísticas, explica que la presencia de esos negocios perjudica al turismo.
El Centro Histórico y sus 308 manzanas son el lugar preferido para el visitante que llega a la ciudad. El 67% de los turistas que arriba a Quito visita el Casco Colonial.
Echeverría asegura que si una persona desea ir a una función del Teatro Sucre, por ejemplo, no tiene dónde parquear de manera segura. Y a unas cuadras, las cachinerías abundan. Los restaurantes de la zona tienen sus secadores de mano, las llaves de agua y otros aparatos bajo candado para evitar robos. Y si son víctimas de la delincuencia, pues van al Montúfar y encuentran lo que perdieron. El líder admite que ese centro comercial ha sido intervenido en más de 40 ocasiones por la Policía. Les retiran la mercadería, pero vuelven a abastecerse de productos y la venta sigue.
Debe respetarse, dice Echeverría, la Ordenanza 236 que la nombra como zona especial turística, lo que implica un plan de gestión, control del uso del suelo y de las actividades que se realizan. Hace un pedido a las autoridades para que trabajen en equipo e intervengan . Solo así se logrará erradicar el problema y el Centro podrá ser más atractivo al turista y despuntar.