Unos dicen que es el amor y otros dicen que es el miedo. Pero en estos días hemos podido ver que el odio es un sentimiento igualmente poderoso.
Varios gatillos lo dispararon: el resentimiento de los más olvidados, la ambición sin límite de los que nunca tendrán suficiente, la revancha de los unos, el prejuicio de los otros. La diferencia entre la ira y el odio es que el primero se refiere a un hecho puntual y el segundo se enfoca en la identidad. La pregunta entonces es si el rechazo a los indígenas obedece a la movilización solamente o es porque tienen costumbres distintas a nuestros súper occidentalizados arios urbanos. ¿Es ira o es odio?
Lo mismo va para los policías y los militares. Estamos cosechando quizás una silenciosa animadversión cultural sembrada con el regreso a la democracia y luego del caso Restrepo. Pero ¿estamos hablando de un temor y una crítica colectiva o de un aborrecimiento instalado?
La política activa polos maniqueístas: fanatismo a favor o en contra. Lamentablemente, ni la democracia ni las ciudades ni el país despiertan abrumadoras pasiones pues pocos las defienden con fervor, aunque terminen pisoteadas.
En toda esta ecuación entra también el factor de la víctima pues en el antípoda de la repulsión está la justificación ciega a cualquier exceso. Está bien que agredan a los periodistas porque los manifestantes aparentemente tienen licencia para todo y porque ese comunicador, que también es obrero y tiene que arriesgarse para poner el pan sobre la mesa, seguramente está mintiendo y se ha vendido al mejor postor. Al menos eso fue lo que nos martillaron por más de una década. Y es que el odio se multiplica en el prejuicio de un país solapadamente regionalista y racista.
Curiosamente no despreciamos la corrupción, ni la violencia, ni la discriminación ni las noticias falsas. Eso sí, nos encanta ponerle etiquetas a la gente para descalificarla y sentirnos definitivamente superiores.