Hoy se cumple el 63 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, suscrita el 10 de diciembre de 1948, que consagra la lucha de siglos en defensa de la dignidad de la persona enfrentada a los abusos del poder y que ha sido la base ética para todos los acuerdos o pactos alcanzados por la humanidad en búsqueda de este ideal común.
La Declaración señala que los derechos humanos son universales, es decir que responden a las convicciones profundas de todas las culturas y todas las creencias. No son una concesión del Estado, ni menos del Gobierno, sino parte inseparable de la esencia de la persona. Son irrenunciables, indivisibles, de igual jerarquía, inalienables y justiciables por sí mismos. Son iguales para todos. Su importancia es tanta que, en la pirámide de la jerarquía jurídica, están por encima de toda norma legal, inclusive de la Constitución Política de los Estados. Por eso, los instrumentos que consagran los derechos humanos son considerados supra-constitucionales.
La Carta Política que nos rige, inspirada en la Constitución de 1998, reconoce estas realidades jurídicas y señala que el principal deber del Estado es la promoción y protección de los derechos humanos. Si tal es el primordial deber del Estado, no se comprende cómo un Gobierno pueda defender y apoyar a personas y regímenes que violan brutal y visiblemente las libertades y enfrentarse permanentemente contra quienes reclaman respeto a la ley y a sus derechos. El constante ataque a la libertad de opinión y expresión, la acusación de terroristas a quienes hacen uso -abusivo quizás- del derecho a la protesta social, y la defensa de personajes siniestros como Gadafi, Assad o Ahmadinejad, cuestionados y hasta condenados por sus propios pueblos y sus organizaciones regionales, no serían conducta coherente de un Gobierno que reconozca que su principal obligación es defender los derechos humanos.
Si el Ecuador fue el primer país en aprobar un Plan Nacional de Derechos Humanos (1998) -ahora caído en el olvido- si participó en la creación del Tribunal Penal Internacional y resistió dignamente las presiones que Estados Unidos ejerció, en todo el mundo, para debilitarlo, no se entiende cómo pueda ahora dejar de lado esas nobles tradiciones que responden al espíritu de la nación, para adoptar actitudes propias de ideologías arbitrarias y totalitarias, que le han hecho merecedor de cuestionamientos y censuras nacionales e internacionales.
Hay que luchar contra toda violación de los derechos humanos, en Guantánamo o en Damasco, en la laguna del Yambo o en Trípoli, en Washington o en Teherán. Eso es lo correcto. Y no adoptar posturas equivalentes a la politización que tanto daño hizo a los derechos humanos en la época de la guerra fría.