El presidente Correa decidió responder con una ironía al diario peruano Correo, en cuya portada se leía en enormes caracteres la palabra “Repudio”, sobre un fondo negro, en alusión a la falta de libertad de expresión en el Ecuador. “Soy tan importante que hasta en el extranjero me insultan”, dijo, mientras asistía a la posesión del presidente Humala.
Y cuando los periodistas indagaron sobre su reacción, citó unos versos del ex presidente Cordero: “Si un can me muerde con furia/ lo siento mas no me inmuto,/ porque él, como todo bruto,/ lastima, pero no injuria./ Y fuera tamaño yerro/ que, dando a mi enojo rienda,/ trabase dura contienda/ con el infeliz del perro”.
Internamente, la cita jocosa ha bastado para mantener a raya a quienes lo critican. Lo ha hecho para enfrentar ataques menores de sicarios de tinta, corruptos, mafiosos, perritos rabiosos, enanos, pitufos, miseria humana, etc. Es decir, cuando no ha tenido que acudir a la artillería pesada de las amenazas o, en el peor de los casos, a juicios multimillonarios para proteger la majestad presuntamente ofendida. Se supone que, en el caso de Correo, la fórmula también funcionará.
Pero hay otros perros, para seguir la metáfora, que han ladrado en estos días, a propósito de la sentencia de tres años y el pago de USD 40 millones para el ex editor de opinión y los propietarios de El Universo, por un artículo que Correa considera injurioso. The Economist tituló“Da escalofrío” e ironizó lo excelente que le va en las cortes a alguien que se queja de ellas. The Washington Post habla de un populista errático. Periódicos de todo el continente coinciden con las numerosas voces de preocupación o de rechazo de organismos internacionales prestigiosos, así como de periodistas y juristas intachables que están un poco más allá de los insultos domésticos.
Todo este concierto de ladridos refleja lo desmesurado de un reprobable hecho jurídico-político que, sin embargo, quiere ser vendido como una acción histórica en el derecho penal. Se necesitará algo más que unos versos jocosos para sustentarla. Quizás sería bueno, al menos, cambiar de género, y acudir a tratadistas sobre democracia como Giovanni Sartori.
O leer a Albert Camus, quien decía que la tiranía no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas, en consonancia con el filósofo Fernando Savater, quien hace notar que en los sistemas en que los individuos nunca son del todo “responsables”, tampoco suelen serlo los gobernantes, que siempre actúan movidos por las “necesidades” históricas.
La metáfora doméstica -que parece funcionar en este desierto de ideas propiciado por ciudadanos que miran para otro lado mientras se sientan precedentes nefastos para la democracia- por fortuna no servirá por fuera de nuestras fronteras, que es donde finalmente tendrán que dirimirse los actuales abusos.