Al principio era fundamentalmente la confrontación y hoy es, cada vez con más intensidad y prolijidad, el miedo. El poder ya no guarda siquiera la compostura de las formas, al parecer le tienen sin cuidado sus credenciales democráticas, cualquier cosa que tenga que ver con su imagen internacional y las apariencias de cualquier tipo.
El poder, despreocupado de momento por las amenazas de crisis económicas y más campante que nunca por el control de todo lo político, busca ahora infundir miedo y ajustar de una vez por todas cualquier tuerca que deba ser ajustada. Busca, ahora que se puede sin mayor obstáculo, coparlo todo y arrasar al que tenga la solvencia [censurado] para ponerse en el camino de lo absoluto.
Miedo a informar. Miedo a opinar distinto. Miedo a contradecir el catecismo oficial. Miedo a dudar de las verdades reveladas. Lo que el poder busca, me imagino yo, es el silencio más dominante, la obediencia más bochornosa, la resignación más denigrante, que nos contentemos con ser manada, que demos gracias a Dios y a la vida por la burbuja petrolera en la que vivimos.
Lo que el poder busca – no se me ocurre una conclusión distinta- es una sociedad ciega, sorda y muda, que susurre en vez de gritar, que bese el anillo del patrón en vez de protestar, que se acostumbre a la omnipresencia del Estado, una sociedad domada adecuadamente para ser una autómata grey. Es que el escenario ideal para el poder (el mundo soñado) es un escenario lánguido, en el que los ciudadanos (hasta hace poco dínamos de la revolución ciudadana, supuestamente) vivan con la cabeza agachada, pensándolo dos o tres veces antes de abrir la boca, cuidándose las espaldas para no profanar los valores oficiales. Una sociedad, en pocas palabras, obediente y no deliberante que poco a poco se acostumbra plácidamente a las rutinas de las elecciones, de las propagandas, de las cadenas, del delirio.
Hay que admitir, con la mano en el corazón que el miedo va ganando los territorios que le interesa ganar. Cualquier opinión sincera y medianamente objetiva tiene que aceptar la más que triste realidad de que el miedo lo va conquistando todo, como si se tratara de un bien aceitado y refinado ejército de ocupación, como si estuviéramos hablando de una pandemia que se transmite y se propaga a voluntad. Si el objetivo del poder es ampliar el miedo hay que aceptar que está logrando su cometido con la eficacia de las grandes maquinarias, con la eficiencia de los infinitos presupuestos. Cada vez más la gente –los ciudadanos- miran para otro lado, se hacen los de la vista obesa, prefieren dar la otra mejilla. ¿Para qué correr riesgos?, ¿para qué jugarse el pellejo? El miedo ya dio vuelta a la esquina.
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