Alguien dijo que “la ley es el poder sin pasión”, es decir, sublime manifestación de generosidad y sabiduría, expresión del poder popular, designio de los representantes de la gente ¿Será verdad semejante tesis?, o ¿será que muchas leyes son una estructura de pasiones, prejuicios y cálculos dirigidos a afianzar la fuerza de los unos y menoscabar el derecho de los otros?, ¿no será, más bien, coyuntural e interesada expresión de ese grave tropiezo de la democracia que es el asambleísmo?
Hacer leyes –en serio y con conocimiento de causa- significa decidir sobre los derechos, reconocer las potestades de las personas, establecer posibilidades de felicidad, concretar las visiones de un país, es decir, marcar los horizontes de la sociedad. Pero, hacer leyes significa también, y con frecuencia, expropiar patrimonios, eliminar libertades, estrechar la vida y condicionarla a los designios del poder. Significa, imagínese lector, elegir entre lo bueno y lo malo, y decirle al mundo lo que se debe hacer y lo que no se debe, lo que es virtud y lo que es delito. Significa, en los casos más dramáticos, definir lo que se puede leer y aquello que no se puede pensar, y cómo debe ser el hombre moldeado a imagen y semejanza de los poderosos. Hacer leyes significa meterse con las libertades individuales, que son lo que distingue la dignidad de la servidumbre. Significa suplantar a cada persona en la elección de su destino.
Menuda tarea la de hacer leyes, porque, además de conocer las complejidades del Derecho, implica la obligación de distinguir los límites entre los encargos del poder -las órdenes- y los legítimos designios de la gente. Menuda tarea porque ella plantea el viejo debate entre las convicciones personales del legislador, los turbios enredos de sus ideologías, y la responsabilidad ante la comunidad, que más allá del discurso, espera condiciones para vivir mejor, sin necesidad de la dádiva estatal. Lo que espera ese universo que se llama sociedad es, simplemente, que le dejen trabajar con algo de paz y un poco de seguridad.
El problema en esto de legislar es que el Derecho, y a veces la historia, le juegan malas pasadas a sus actores, porque ambas resultan realidades muy complejas que exceden de un “proyecto”, y superan los sumarios análisis que solo caben en el estrecho recipiente de una orden. El “problema” es que las libertades son realidades esquivas, y que los derechos de las personas encuentran refugios inesperados, y sorprendentes, para vivir, prosperar y contradecir a las estructuras de opresión que, cada vez con más frecuencia, se llaman “ordenamiento jurídico” o pirámide legal, estructuras de opresión, porque el Estado cree, con la fe del carbonero, que es principio y fin de la vida y de la felicidad, que nada se puede contra él, y que todo debe hacerse según los designios de un modelo cuyos odiosos sustentos son la obediencia y el miedo.