La participación ciudadana aparece como la gran sacrificada del actual proceso político. Paradójicamente, el principal sustento teórico de quienes diseñaron el proyecto de revolución ciudadana está siendo relegado de las agendas del gobierno central y de los gobiernos autónomos conducidos por Alianza País.
La idea de una sociedad civil que controle al Estado y regule al mercado resulta incompatible con las urgencias políticas de los gobernantes de turno. La construcción de una esfera pública no estatal, que sirva de espacio deliberativo y propositivo para que los ciudadanos ejerzamos nuestros derechos democráticos, es vista como una amenaza para la discrecionalidad del poder. Mientras más se fortalece la capacidad autónoma de la sociedad, menos eficacia tienen los mecanismos de control y manipulación de los operadores políticos, en especial de una burocracia que continúa enquistada en el aparato estatal.
Frente a la reiterada reivindicación de los movimientos sociales de preservar espacios propios para la reproducción de la cultura, para la formación de identidad, para la recreación de la democracia y para la reinvención permanente de nuevos derechos, el correísmo ha optado por un modelo basado en la subordinación de la organización social. La estrategia apunta a la homogenización de la acción colectiva a partir de un patrón definido desde el gobierno. La movilización social –inclusive la protesta– es legítima siempre y cuando se acoja al libreto oficial.
Por ello se vuelve tan complicado el diálogo con las organizaciones sociales calificadas de “históricas”. Pese a todos los vicios, taras y deficiencias que se les endosa desde el oficialismo –algunas de las cuales pueden ser ciertas–, son organizaciones con una experiencia de lucha y un peso social demasiado vastos como para dejarse absorber por un proyecto incierto y, por lo mismo, ajeno.
En una reedición criolla de la doctrina imperial de la zanahoria y el garrote, el gobierno ha oscilado entre la cooptación y la persecución, pasando por infructuosos intentos para someter o dividir a los movimientos sociales críticos. No comprende que ni siquiera la zanahoria expresa una concepción democrática del poder.
Y es que la democracia no puede ser una formalidad instrumental acomodada a la transitoriedad del poder, ni tampoco un ejercicio retórico para el consumo mediático. Mientras no se la entienda como una forma de existencia social, y como un ingrediente fundamental del fuero interno de los individuos, será imposible superar “la fragilidad de las instituciones, de los partidos, del sistema electoral, del Legislativo, junto con la hipertrofia de la autoridad personal del Presidente”, como lo sugirió la brasileña Liszt Vieira a finales del siglo pasado.