La soledad tiene fama de ser mala compañera. La tememos. La evitamos. La ignoramos. Muchas veces somos injustos al relacionarla con conceptos que más bien la desmerecen: tristeza, depresión, nostalgia, muerte…
Gustavo Adolfo Becquer dijo alguna vez: “La soledad es el imperio de la conciencia”. Y en efecto, los grandes pensadores y artistas de la humanidad, tuvieron a la soledad como base de su inspiración. Junto a ella lograron sacar a la luz lo mejor de su interior. Aquellos genios descubrieron que, en soledad, eran capaces de crear, y sólo la creación les liberaba de verdad. Así se escribieron las grandes novelas, se hicieron las pinturas más bellas y se compusieron las mejores obras musicales. Así se lograron los mayores descubrimientos científicos. Así ha evolucionado el ser humano.
Nosotros, por el contrario, seguimos en la época tribal del agrupamiento como defensa y fortaleza frente a la amenaza de lo desconocido, y que hoy vendría a ser la cultura, las ciencias o la simple reflexión. Vivimos en una fanfarria tropical de mayorías y multitudes, de bullicio y circo romano, de ejecuciones públicas y delaciones, de festines interminables y chuchaquis opíparos. En nuestra conciencia individual impera la conciencia grupal de la masa aborregada, de los líderes políticos, económicos o religiosos, de los dogmas preestablecidos que constituyen la única verdad que somos capaces de observar.
Al cobijo de la multitud corremos el riesgo de convertirnos en personas mediocres, cobardes y cómplices, personas sin criterio ni decisiones propias, personas sin el derecho a disentir.
Pero cuando la sombra de la masa nos aplasta y nos devora, transmutamos en seres anodinos y pastueños al abrigo de sus congéneres, o, en el mejor de los casos, y siempre que conservemos ciertas formas humanas, trocamos en cretinos levantamanos o recitadores de memoria, con golpe de pecho incluido, de letanías y oraciones de alabanza. Incapacitados por siempre para cuestionar, nos convertimos entonces en danzantes de la misma comparsa mediática o en televidentes alelados, con la actividad cerebral en cero, ante las revelaciones fantásticas de la prensa rosa o de la publicidad engañosa.
Aunque resulte contradictorio, la soledad nos ofrecerá siempre la mejor compañía: la de la paz y el silencio, la de nosotros mismos, la de un buen libro, la de una pintura que es capaz de sobrecogernos o la música que nos extasía.
La soledad nos permitirá conocernos por dentro antes de juzgar a los demás únicamente por fuera.
La soledad nos hará reflexivos, intuitivos y prudentes.
Si le damos un tiempo y un espacio en nuestra vida, perderemos el miedo y encontraremos el camino.
Recuerde siempre aquella frase de León Gieco: “Todos los gritos fuertes nacen de la soledad”.