La derrota de Chávez les hubiera significado un duro golpe a los socialismos sudamericanos del siglo XXI. Pese a que cada uno de ellos responde a realidades dadas por la historia social del país respectivo, hay una determinación que los une: la integración como el único camino que los lleve a la independencia y al desarrollo. Así, hemos llegado por fin a la madurez que se requiere como para estar ciertos que de no integrarnos a lo máximo que podemos llegar es al nivel de soberanía, independencia y desarrollo que nos permitan los centros de poder de la aldea global.
No es una exageración lo último que antecede. Siempre hemos sido exportadores de materias primas, y más en las últimas décadas con el petróleo. Todo perfecto para las corporaciones, para las transnacionales: ellas producían los derivados de nuestro petróleo. Si los precios del barril subían los derivados en igual medida. Siempre dependientes: ¿qué país aguanta sin diésel y otros combustibles? Llega Chávez al poder y con los petrodólares venezolanos comienzan a ser realidad proyectos de desarrollo en Bolivia, Ecuador y hasta en el Brasil. ¡Nuestra Refinería del Pacífico llega al punto de ser posible! El odio mortal de las corporaciones al régimen de Chávez se explica porque ven que se les va de la mano el sometimiento de países enteros.
Por otra parte, la historia social de nuestros países es la de un proceso que se inició y se mantuvo en términos de supremacía de unos pocos y del vasallaje de los más. Qué de inexplicable resulta que el socialismo del siglo XXI en Latinoamérica signifique el ejercicio del poder con la mira puesta en el interés público, el de las mayorías. La obra social del régimen de Chávez ha sido inmensa: le dio el triunfo, independientemente de sus vinculaciones con los hermanos Castro, marxistas arcaicos en plan de retirada. Como todo tiene explicación, puede que la generosidad de Venezuela con Cuba sea de reciprocidad por los grandes servicios prestados por los agentes de inteligencia cubanos. A Chávez se le odia tanto como que serán numerosos los que lo quieren muerto.
A las corporaciones, a las transnacionales, ¿qué puede importarles nuestra libertad de leer, pensar y expresarnos, si fueron el sostén de tiranías como la de José Leonidas Trujillo? A nosotros mismos si nos importa, y mucho. Si nos mantenemos por los derroteros de la integración, si llegamos a la justicia social con el imperio de la ley y como producto de un bienestar relativo va formándose una poderosa clase media, como ocurrió en Francia digamos y posiblemente en China, ya se verá como todos los sudacas gozaremos de las libertades fundamentales. Rectificar una historia de siglos demanda perseverancia. Hasta tanto, me queda el recurso de oponerme a quien pretenda limitar la libertad con la que escribo este artículo.