La ineptitud frente a la crisis carcelaria y su dolorosa violencia; el incremento del delito y la delincuencia, particularmente la organizada, con su rastro de inseguridad; la incapacidad para garantizar derechos sociales básicos como salud y educación y para proveer ciertos servicios con calidad; el aumento de la pobreza; el descuido en algunas ciudades; la corrupción desbordante y la impunidad. Esas, entre otras cosas, han llevado a que algunos actores políticos afirmen que estamos ante un Estado fallido.
Este es un concepto inicialmente acuñado en la ciencia política para identificar a los estados que tienen estructuras incapaces de responder a demandas de bienes y servicios esenciales para sus ciudadanos y que son una amenaza para sus habitantes y los países vecinos. Algunos autores sostienen que lo que los caracteriza es, además de no poder proteger a sus ciudadanos de la violencia, una acción orientada a mantenerse en el poder y beneficiar exclusivamente a quienes lo ostentan, despreciando el derecho y los compromisos internacionales. Tres son las brechas que diferencian a un Estado verdadero de uno aparente: falta de legitimidad, de capacidad y de soberanía.
Vivimos en un contexto con problemas de gobernabilidad y desarrollo; sin embargo la institucionalidad sigue cumpliendo, aunque de forma deficiente, con algunos de sus roles; pese al incremento de la violencia el Estado aún tiene el monopolio del uso de la fuerza; y ciertos conflictos se pueden solucionar por vías institucionales: no estamos ante un Estado fallido, si ante uno cada vez más deficiente.
Quienes sostienen la narrativa del Estado fallido son los mismos que quieren sacar ventaja de la crisis; sus acciones demuestran un profundo desprecio por las necesidades ciudadanas y medran del dolor; su acción política parece decidirse desde el ego y una desesperada búsqueda de poder, mostrando, más allá de la retórica, su desinterés por evitar que lleguemos a convertirnos todos en víctimas de un Estado fallido.