La noticia viene de Holanda. Dice que un equipo de seis médicos, acompañados de enfermeras, está visitando en su casa a los enfermos incurables que han solicitado la eutanasia y padecen sufrimientos insoportables. Holanda tenía que ser: una de las sociedades más progresistas del mundo desde la época de las guerras religiosas y la persecusión a judíos y herejes, quienes buscaban refugio en Ámsterdam. Y Ámsterdam, claro, la única ciudad donde estos ojos que se han de hacer tierra han visto la venta libre y abierta de marihuana de diversas clases y sabores, como en un delicatessen. Y donde redujeron la jornada de trabajo antes de la crisis. O sea, gente que sabe vivir. Y morir.
La segunda noticia muestra unos gigantesco carteles de Sarkozy y otros candidatos presidenciales de Francia en su lecho de muerte, a quienes se les pregunta si en esa postura cambiarían su postura sobre la legalización de la eutanasia. Los carteles son parte de una campaña de la Asociación por el Derecho de Morir con Dignidad, que convoca a una gran movilización y un debate en París.
Siempre es saludable reflexionar sobre la muerte. Porque jugamos a vivir como si no existiera para cada uno, sino para los otros y en las películas, aunque en rigor ella es el punto de partida de todas las religiones, todas las metafísicas y todos los miedos. Así como el yo se define frente al otro, así el sentido de la vida y la moral última de nuestros actos se van definiendo a partir de la respuesta que demos o aceptemos frente al temible interrogante que nos plantea la muerte.
Aceptemos, digo, porque para dormir tranquila la inmensa mayoría delega ese problema a la autoridad, sea esta espiritual, política, militar o científica. Ello hasta que nos toca decidir si autorizamos suspender o no el sufrimiento de algún familiar en estado terminal. Entonces la ética se estremece “y el calicanto falsea” como canta el pasillo. Cuando el doctor Kevorkian, quien ayudara a terminar con sus padecimientos a más de cien enfermos desahuciados, era condenado por homicidio, la escritora Rosa Montero dijo que eso constituía “una vergüenza para el mundo”. Habría que añadir: una vergüenza más, una mancha más al tigre de la doble moral. Porque los mismos políticos que se oponen a la eutanasia no tienen empacho en respaldar las guerras preventivas y los bombardeos indiscriminados. Esa es su idea de llevar “la eutanasia a domicilio” y acabar de una vez con habitantes y domicilios, como hace el carnicero de Siria.
Perversa lógica: uno es estadista y defensor de la soberanía y la civilización occidental, islámica u otra si elimina a los adversarios de su proyecto, pero se convierte en inmoral si piensa que se debe ayudar a un enfermo desesperado y terminal que desea simplemente morir.