La enésima reforma penal en 10 años está en marcha. Las anteriores tuvieron poco efecto contra el delito como lo demuestran índices oficiales y de observadores imparciales. Esta reforma parecería correr igual suerte ya que no se origina en estudios serios sino en buenas intenciones. La tarea es difícil y los países tratan de mantener el equilibrio entre derechos de acusados y víctimas con diversos grados de éxito. En Ecuador la balanza ha sido inclinada a favor de los criminales, en gran parte por acciones ingenuas de autoridades legislativas y ejecutivas (las judiciales operan con reglas impuestas, que a veces favorecen la corrupción, como rebajas de penas a criminales violentos y el abuso de las penas sustitutivas de prisión).
Venezuela ha hecho reformas penales en la última década; se dijo que la de 2005 se basaba en “principios humanistas, no efectistas y no represivos”. Estas reformas desconectadas de la realidad han culminado en que Caracas tenga más muertes violentas que Bagdad y que Venezuela esté entre los cinco países con más asesinatos del planeta: pasó de 24 homicidios por 100 000 habitantes (2001) a 49 (2009) según la ONU. Peor que México (18, igual que Ecuador) o Colombia (33). El modelo penal venezolano de “garantismo” al criminal no es modelo a emular. Y que no se diga que es propaganda yanqui; las cifras de la morgue de Caracas son escalofriantes.
Tampoco son ejemplos el mexicano, desbordado por el crimen violento, ni el colombiano, con el espejismo de “seguridad democrática”, que mejoró la seguridad en los barrios de categoría de Bogotá o Medellín pero no en la mayor parte del país, especialmente en el campo. Bogotá y Caracas figuran entre las 10 ciudades más peligrosas del mundo. Con fronteras abiertas no podemos limitar el contagio de nuestros vecinos. En el análisis de las diversas realidades y su influencia en Ecuador no caben ideologías ni posturas de ‘laissez passer’ en cuanto al movimiento de personas; solo la lógica fría de los hechos.
Vale preguntarnos por qué Cuba tiene niveles bajísimos de criminalidad violenta. Parecería que a algunas autoridades filo socialistas les beneficiaría un baño de realidad y verificar in situ que los niveles de seguridad en las calles cubanas no provienen precisamente de mano blanda con los criminales. De nuevo, en el análisis no cuentan ideologías, como lo atestigua la gran seguridad que vivían los chilenos bajo Pinochet o la del Moscú pre Yeltsin. No hay duda: la firmeza contra el crimen de los sistemas dictatoriales es efectiva.
La pregunta del millón es ¿cómo mejorar los índices de seguridad en un marco de respeto de derechos humanos? La respuesta honesta pasa por tener un sistema que evita que los criminales gocen de más derechos que las víctimas.