Ojalá el perdón apague la mecha de la bárbara hoguera contemporánea, esa mecha que se ha prendido con un combustible de odio, resentimiento, intolerancia y palabra virulenta. Ese odio que es capaz no solo de aplastar al enemigo hasta volverlo nada, sino saltar sobre su cadáver, aplastar la herida hasta que salga pus, destrozarlo, danzar alrededor de su derrota, arrastrarlo, cortarlo en pedacitos, relamerse y frotarse las manos…“bienechito”.
Ojalá que no veamos más esas escenas tan tristes y dolorosas como las de las quemas de periódicos! ¡Más tristes que los juicios mismos y todo ese sainete! ¡Si alguno de los directivos de El Universo salía a la calle por la puerta delantera, el día de la disparatada sentencia, lo arrastraban! ¡Lo linchaban! ¡Lo quemaban vivo! ¡Qué saña la de algunos ciudadanos!
No hay cómo debatir si no es a punta de insultos y descalificaciones. No hay cómo hablar si no es a gritos. No hay cómo poner argumentos sobre la mesa sin recibir las más disparatadas groserías como respuesta. Todo… menos argumentos para el sano y urgente debate, para la construcción de ciudadanía, para repensar el papel de los medios y el papel del poder. Todo, menos respeto a la hora del disenso, indispensable para llegar a acuerdos. Eso sí, mucho estereotipo a la hora de salpimentar las discusiones, mucho de buenos y malos, mucho derechas e izquierdas, mucho de estás conmigo o estás contra mí, mucha consigna gastada y trasnochada, y, además, pocas -o ninguna- pruebas a la hora de acusar al contrincante en esa nefasta e innecesaria batalla; pocas o ninguna idea, más allá de la descalificación al otro y de las generalizaciones y lugares comunes.
Ojalá esa mecha encendida, esa exaltación colectiva, esa ira contenida, esa sinrazón, esa crispación innecesaria, no termine por causar víctimas mortales en las marchas y contramarchas anunciadas para este mes.
Ojalá pudiéramos reemplazar los adjetivos por los verbos en esa retórica incendiaria: calificar -y descalificar- menos y, en lugar de eso, hacer, pensar, trabajar y producir más. Ojalá pudiera hacerse una tregua de silencio, sin palabras hirientes, antes de que sea demasiado tarde. Y recuperar la cordura. Recuperar el sano debate y la voz sensata. Sentarse en la mesa sin temor a que las palabras lastimen. Recuperar la risa. Y el humor. Y las ideas. E incluso marchar, por los descontentos, por los desacuerdos y por los principios, con bandera blanca, sin temor a enfrentar palos, garrotes, puños y piedras, vengan de donde vengan.
Una tregua. Sí. Una tregua. Ojalá la mecha encendida de extinga, de a poco, y nos obligue a cierta coherencia, a cierto respeto, a caminar, por un momento, en los zapatos del otro.