Hace unas semanas escribí en esta columna que hay un desfase entre el progreso exponencial de la ciencia y el atraso de la ética, que conduce a que los prodigios científicos traicionen vitales intereses humanos.
Acaba de denunciar el científico francés Gilles-Eric Séralini que el maíz genéticamente modificado contiene elementos tóxicos.
En la agricultura la transgénesis —que es parte de la revolución biogenética de nuestro tiempo— es la transferencia de los genes de una planta a otra para modificar su naturaleza y rendimiento, tornarla más resistente a virus, plagas, enfermedades e insecticidas, aumentar su capacidad de reproducción, darle mayor productividad y bajar los costes de producción.
Pero la manipulación genética tiene implicaciones morales, políticas, económicas, médicas y ambientales. Tanto que se ha abierto un duro debate en torno de ella. Las primeras protestas surgieron de organizaciones ambientalistas europeas, que hablaron de la ruptura de la cadena ecológica y de los peligros para la salud humana, aunque no aportaron pruebas de sus aseveraciones.
Quienes impulsan la modificación genética argumentan que es el medio de incrementar la producción mundial de alimentos para satisfacer las necesidades de una población en rápido crecimiento. Jimmy Carter dijo que “el verdadero enemigo es el hambre y no la biotecnología responsable”.
Los impugnadores sostienen, en cambio, que los productos transgénicos no sólo entrañan una peligrosa alteración genética —con el riesgo de rasgos patológicos en las plantas y perturbaciones en los ecosistemas— sino que además pueden causar daños irreversibles a la agricultura.
Obviamente que en este campo, como en otros, la revolución genética es ambivalente: trae avances tecnológicos y grandes posibilidades de producción, pero puede agudizar las disparidades socioeconómicas porque los pequeños productores agrícolas —que representan la mitad de los agricultores del planeta—, sin acceso a las nuevas tecnologías, quedarían desplazados por las grandes y modernas empresas agrícolas.
Grupos ambientalistas se oponen a la producción de semillas, plantas y alimentos genéticamente alterados porque pueden tener efectos nocivos sobre la salud humana y dañar los ecosistemas, mientras que las empresas que se dedican a la producción de estas variedades agrícolas —Monsanto, Novartis, DuPont, Aventis, AgrEvo, Rhone Poulenc Agro— dicen que es la única manera de responder a la demanda alimentaria en las próximas décadas, en que la población crecerá a cifras descomunales.
En 1990 los EEUU aprobaron el primer producto modificado por la biotecnología: una enzima para la fabricación de quesos. China hizo su primer cultivo transgénico en 1992. Y fue Inglaterra el primer país en exigir rotulación de los alimentos transgnéticos.