Que el pueblo no puede solo y que necesita de conductores, es una verdad de Perogrullo. Que la democracia sin dirigencias de calidad se convierte en populismo, es una innegable evidencia. Que las masas son presa frecuente de conductas tumultuarias, también es incuestionable. Todo esto ocurre, a menos que elites ejemplares, conscientes de sus responsabilidades, señalen caminos, generen proyectos y susciten ilusiones movilizadoras.
Nuestro problema de fondo se explica por la abdicación de los grupos dirigentes y la evasión de las elites frente a la misión de hacer país; por la ceguera frente a la historia de los que tienen poder y de quienes lo buscan. El fracaso de los partidos políticos no es un tema que se remedie con ajustes a las leyes electorales. La profundidad de su crisis se explica porque sus cúpulas renunciaron a ser canales de racionalidad democrática, para quedarse como precarios grupos de presión, como instrumentos para afianzar la posición de sus caudillos. Su tragicomedia está en que ellos, y los nuevos “movimientos”, son grupos con con jefes, que entienden a la comunidad como “masa de votantes” o como clientes a la espera de sonrisas y regalos.
Pero otras elites también abdicaron de sus tareas. Los intelectuales se han refugiado en los castillos de marfil y siguen empeñados en rizar el rizo de sus especulaciones, con aire de dueños de la verdad. La elites empresariales, salvo específicas y raras excepciones, no trascienden del mundo de los balances, y por cierto, no comprenden que la inversión tiene tras de sí una ética, que el mercado, como la política, son medios para servir a la gente; que no es posible un mercado libre sin país organizado, sin obligaciones sociales y ambientales oportunamente honradas.
Las elites sindicales mediatizaron sus acciones, perdieron la ruta. Hace años ya, las “tesis” de sus dirigentes se redujeron al cálculo de prebendas y privilegios, al griterío para afianzarse en el pequeño mundo de los beneficiarios de un sistema donde la explotación se ha convertido en excusa para mantenerse vigentes como portavoces de sí mismos.
Y las universidades, ¿qué se hicieron?, ¿dónde está el pensamiento y la capacidad crítica?, ¿dónde la tarea de crear y la de desentrañar al país? ¿Qué esperan para pensar el nuevo mundo que está aquí, a las puertas? La carencia de elites ilustradas produjo ausencia de ideas, empobrecimiento de proyectos y suplantación por intereses inmediatos.
En lugar de elites ejemplares, comprometidas por el viejo “amor a la patria” -que a muchos les parece caduco como la escolástica-, tenemos calculadores, grupos de presión, gente que apuesta al éxito inmediato y a la felicidad enlatada, y multitud de candidatos a todo. El problema está en que sin elites no hay sociedad civilizada, hay masas sin dirección y tumultos sin fin. Hay populismo.