El problema del poder son los límites. Es el punto esencial de discrepancia entre el autoritarismo, que impulsa la expansión de la voluntad de mando, y los liberales, que pelean por achicar el Estado, reglar sus potestades y establecer sistemas efectivos de equilibrios y controles. Los primeros, sacrifican mucho en beneficio de la fuerza estatal, de la imposición, de la capacidad efectiva de dominación, en pro, se dice, de algún ideal; los segundos, apuestan a las libertades, a los derechos, incluso con sacrificio de otras ventajas y a riesgo de otros problemas. Las constituciones son el vestuario jurídico de ese conflicto. La política es la gestión perpetua para obtener obediencia, es el brazo concreto del poder, es el adversario de la autonomía de las personas. La igualdad, incluso la seguridad, son las parábolas, los antifaces que esconden la disputa de fondo: libertad individual vs. poder.
1.- Entre la ley y la fuerza. La sociología política indica que el poder -la capacidad de inducir la conducta, de obtener sumisión- se mueve siempre entre la fuerza y la ley, entre la expansión y la limitación. Desde ese punto de vista, la Constitución debería ser la herramienta de (i) limitación de los actos de autoridad; (ii) estructuración del Estado en torno al fraccionamiento de sus funciones, a la responsabilidad pública, a la seguridad jurídica de los asociados; (iii) y, lo más importante, debería ser el estatuto que reconozca efectivamente la intangibilidad de los derechos de las personas, y que establezca los mecanismos eficaces de defensa frente a los actos del poder. Debe ser limitativa y no expansiva. La Constitución y el ordenamiento legal no deben potenciar el poder, deben potenciar los derechos. Allí está el punto de divergencia entre las constituciones estatistas y las constituciones humanistas.
2.- La eficacia relativa de la Constitución. Pese a que la Constitución es, teóricamente, una norma jurídica de aplicación inmediata, es el estatuto jurídico político que determina y condiciona los contenidos del ordenamiento inferior, pese a su jerarquía normativa, en realidad, la Constitución sufre la frecuente contradicción entre sus propias normas y con normas inferiores que “modulan” sus preceptos, la reforman, desmienten los derechos que reconocen sus disposiciones y enredan las garantías jurisdiccionales hasta quitarles eficacia. A esto se agrega la jurisprudencia que enfila hacia el fortalecimiento del poder, fenómeno ante el cual uno se pregunta ¿cómo entender el “garantismo”?, ¿cómo interpretar aquello de que el principal deber del Estado es asegurar el goce de los derechos de las personas?
El problema es real y arduo, al punto que los artículos 424 y 425 empiezan a sonar a literatura vacía, a declaración inocua, cuando pomposamente declaran que todo acto contrario a la Constitución carece de eficacia jurídica. El problema está en quién y cuándo declara tal ineficacia. La verdad es que lo que parece cada día más ineficaz y más teórico es la propia Constitución y, lo más grave, los derechos.
3.- La “superación de la Ley”. Hasta la llegada de las teorías neoconstitucionalistas -condimentadas de “sabiduría criolla”- el acuerdo general, vigente casi sin excepción, al menos en los pueblos de visiones occidentales, era que los “principios”, los valores, los grandes referentes, debían ser recogidos por las normas, y transformados en preceptos jurídicos. Así, la justicia, debía aterrizar desde la teoría y convertirse en el elemento inspirador de las leyes, lo mismo la igualdad, la buena fe procesal, los derechos fundamentales, etc. Esto significa que las leyes, además de ser formalmente válidas, (hechas por el órgano legislativo competente y según los procedimientos idóneos), deberían guardar una básica coincidencia con los principios inspiradores. En ese supuesto se entiende que las leyes serían “justas y legítimas”. Pero siempre las leyes deberían ser los filtros necesarios, las herramientas concretas. Sin embargo, la tendencia “neoconstitucionalista” de inspiración local, se inclina por apelar directamente a la filosofía de los principios, y prescindir de la ley, alegar su “superación”, y dejar que el juez, a su libre albedrío interprete directamente los valores y principios, y los aplique a los casos concretos. Más aún, se habla de imponer el “activismo judicial”: los jueces convertidos en agentes de alguna revolución. De ese modo, cada juez queda autorizado a prescindir de la ley, obrar discrecionalmente y aplicar su subjetiva visión de “justicia”. Caminamos así hacia la dictadura judicial, hacia la inseguridad, hacia la caprichosa interpretación y modulación de los derechos. Ya le veo al “ilustrado” juez de la más remota parroquia de los Andes sentenciando según la teoría de la justicia de Kelsen, o bajo la inspiración del “derecho dúctil” de Zagrebelsky. Ya les vemos a jueces convertidos en el fanáticos mentores del “proyecto”. Y sus derechos y sus libertades, lector, a merced de la subjetividad, el capricho y la incertidumbre.
4.- A todo esto se agrega el tema de las “políticas”. A la discrecionalidad judicial, a la “modulación” de las sentencias, se agrega el hecho de que la Constitución de Montecristi fue hábilmente construida con una carátula de “garantismo”, pero con gran contenido de poder sin reglas, expresado en los difusos conceptos de “las políticas” y del “proyecto” y basado en un régimen presidencialista y planificador a ultranza, que, en la práctica, determina lo público y lo privado, la universidad, la prensa, la inversión, etc. Además, se cuidó de controlar la participación popular, de mediatizarla y burocratizar lo que sí es patrimonio ciudadano. Paradójicamente, la participación, esencia del sistema democrático, que debe mantenerse fuera del poder, ahora es una entidad estatal, parte y mecanismo del poder, de ese modo se expropió a la sociedad civil un derecho político fundamental.
5.- La necesidad de discutir. La experiencia que deja la aplicación de la Constitución por la Asamblea Nacional, los planificadores, los jueces, la Corte Constitucional, y el poder en general, aconseja, aunque parezca imposible, que se vuelva al debate tolerante, que las discrepancias de conceptos y de prácticas sean, otra vez punto, de encuentro, militancia de ciudadanía.
No vayamos a entender a la política como dogma de fe, ni a la discrepancia como herejía. Hay que volver al principio: ¿poder o libertades?