Los colegios, los maestros, están por colapsar. No solo es la presión por llenar el enorme bache en conocimientos y destrezas básicas dejado por la pandemia, sino por la imposibilidad de enfrentar los crecientes conflictos que, amasados en los hogares, en la sociedad y en el Internet, se trasladan al sistema educativo, socialmente obligado a cargar un peso mayor a sus fuerzas y capacidades.
La pandemia dejó a miles de padres y madres sin trabajo. La carencia invadió los hogares. La angustia se transformó en desesperación y en violencia intrafamiliar alcanzando niveles nunca vistos. Hoy esa violencia se traslada las instituciones educativas. Chicos y chicas maltratadores cuentan en sus colegios que fueron agredidos por padres, madres, abuelos o tíos. Madres y padres desechos relatan a los maestros su imposibilidad de convivir con hijos-hijas violentos o deprimidos.
El grupo más vulnerable son los adolescentes, siempre lo ha sido, por la serie de profundas transformaciones que sufrimos los seres humanos a esa edad. Pero hoy la complejidad es mayor en ellos, porque pertenecen a una generación que nació en la era informática que lo desestructura todo y que ha sido sometida por dos años, las 24 horas del día, al influjo del internet. En algunas de esas horas, varios de estos adolescentes pasaron aburridos frente a la pantalla, donde algún profesor se desgañitaba. En las otras largas horas, seguramente se sumergieron, en juegos o en sabe qué redes o películas y series como “Elite” o “Euforia” que transmiten “nuevos” paradigmas de sexualidad colegial brutal y desenfrenada, ciber bullyng, drogas y violencia.
Colegios y sistemas de protección desbordados, familias desesperadas o mirando al techo, Fiscalía llenándose de casos. Y, en medio del caos, aparece un chofer violador, expresión de una sociedad en la que avanza la impunidad, la desconfianza en la justicia, el sicariato, el crimen organizado, el desencanto en el país y en el gobierno, y la inmovilidad colectiva.