‘El género negro gusta porque el mal atrae muchísimo”, acaba de declarar el escritor argentino Marcelo Luján en un congreso de novela negra realizado en España. Tiene razón: es impresionante la atracción que el mal ejerce en cada uno de nosotros, de distintas maneras y con distintos rostros, pues el concepto mismo de mal es tan variable y subjetivo como el de bien, o revolución, o ser de izquierda o derecha en estos tiempos confusos.
Sin entrar en honduras metafísicas, se supone que la conciencia del bien y el mal (y el consiguiente derecho a achicharrarnos en el infierno) es un honor que los católicos adquirimos a la altura de los 7 años. Pero algunas de las cosas que eran malas cuando yo era niño, ahora son parte de la vida diaria y hasta motivo de orgullo. Malo, muy malo, era ser gay o ateo o fumar ‘la hierba maldita’. Ya no lo es. O no tanto porque se puede elegir. Pero malo sigue siendo matar, robar, violar, torturar, traicionar (salvo cuando se traiciona al Gobierno de Estados Unidos).
Es este mal el que sigue alimentando a la crónica roja y a la novela negra, cuyo atractivo va más allá del simple gusto de lo prohibido pues apunta a la realización imaginaria de oscuros deseos reprimidos, a ese placer morboso que nos produce identificarnos sin arriesgar nada, desde el sillón de la sala, con esa fotogénica pareja de asaltantes de banco, o con esos libertinos/as que dan rienda suelta a sus impulsos en las páginas de una novela. Si el mal no conectara con lo más profundo de nuestros corazoncitos, ¿cómo podríamos ver por enésima vez la misma historia de un criminal que quiere salirse con la suya en cientos de series policiales y que es atrapado, generando la catarsis que nos devuelve a la rutina diaria? En su clásica novela del doctor Jekyll y mister Hyde, Stevenson llevó al extre mo el fenómeno de la doble personalidad, pero no hace falta una sofisticada pócima para que cualquier ‘mal’ borracho deje salir sus demonios internos: basta una media botella de aguardiente. En el plano colectivo, lo que más asombra y atemoriza de las guerras civiles o religiosas es ver cómo buenos vecinos se convierten en monstruos capaces de cometer barbarid a des que los vuelven irreconocibles. Sucede que, a poco que se raspe el barniz de civilización, asoma el pequeño fascista que todos llevamos dentro. Pequeño que crece hasta volverse una fuerza incontenible al fundirse en la masa, ese conjunto turbulento y apasionado donde el instinto desplaza a la razón. Por eso es tan dúctil la masa y puede ser manipulada emocionalmente para destruir al enemigo elegido.
La pregunta del millón es si, en realidad, las novelas y el cine negros ayudan a exorcizar a los demonios para que la sangre no llegue al río, o si, por el contrario, alimentan al monstruito hasta que llegue su oportunidad.