Me he preguntado muchas veces sobre el valor religioso y cristiano del poder. Y a pesar de que la Iglesia cayó muchas veces en la tentación de ser una institución de poder (recuerden la consabida alianza entre el Trono y el Altar), siempre he llegado a la conclusión de que el poder no tiene valor cristiano. La lectura evangélica que se hace del poder acaba reduciéndolo a servicio, siempre en función del bien del hombre, de la comunidad, de los pobres… Piensen en el evangelio: frente a los poderes de este mundo, Jesús afirma el poder de “expulsar demonios”, es decir, de liberar al hombre de todo lo que le oprime y esclaviza y no le deja crecer con dignidad y libertad. Un hombre así, digno y libre, es un hijo de Dios, nuestra más auténtica condición .
Digo estas cosas a raíz de la entrevista que La Prensa de Chimborazo me ha hecho sobre el perfil de los candidatos ante las próximas elecciones. A ellos especialmente quisiera recordarles la distinción que el viejo derecho romano hacía entre la “potestas” y la “autoritas”. Una cosa es el poder y otra bien distinta la autoridad. Entre nosotros, en nuestro horizonte político, hay gente que tiene mucho poder y poca autoridad. Así son las contradicciones de la vida política: cuanto más poder acaparas, más autoridad pierdes. Quizá por el viejo adagio, comúnmente aceptado, de que el poder absoluto corrompe absolutamente. Por eso, el poder excesivo dura poco.
El poder nace de la consecución de los intereses económicos y políticos, del pacto, de la troncha y, tantas veces, de la manipulación. La autoridad pertenece al mundo ético y moral, a la búsqueda sincera del bien común, a la construcción de personas, relaciones y proyectos cuya enjundia es siempre el servicio a favor de la justicia, de la inclusión, de la humanidad. Desde su ínfima celda, Mandela no tenía ningún poder, pero su autoridad iluminó el horizonte de libertad de todo un pueblo. Cuando Stalin preguntaba cuántas divisiones, cuántos tanques, tenía el Papa, estaba marcando la frontera entre el poder y la autoridad. Cierto que es una frontera no siempre fácil de delimitar. Precisamente, para no confundir las cosas, se impone la crítica y la autocrítica, garantía de una lucidez que el poder devora. Era Goethe quien decía que “todo aquel que aspira al poder ya ha vendido su alma al diablo”. Sin duda que el poder es el peor enemigo de su dueño.
Quizá el sueño de muchos candidatos, entre los miles que postulan en toda la República, sea convertirse en hombres y mujeres de poder, satisfechos de mirarse en el espejo de la humana vanidad. No deja de ser gracioso y patético al mismo tiempo contemplar la cara de satisfacción de muchos de los nuevos altos cargos en sus tomas de posesión. Parecen tocar el cielo, como si se olvidaran de que en política (así es la vida humana en su conjunto), todos tienen fecha de caducidad.
Bueno es recordar, en la actual coyuntura, a los que ya detentan el poder y a los aspirantes, que sólo la autoridad moral hará de ellos verdaderos políticos, servidores éticos de la patria grande que todos deseamos. Ojalá que la oportunidad no quede arruinada por la codicia.