A diferencia de Aureliano Babilonia, la sexta generación Buendía, que comprendió su origen y su destino antes de leer el último verso de los pergaminos de Melquíades, los seres humanos jamás llegaremos al final de algún texto erudito que nos explique la vida y la conciencia. No debemos pues devanarnos los sesos buscando comprender la finitud del universo, la realidad de Dios o del alma, o la materialidad o inmaterialidad de lo existente. Por milenios, la selección natural dirigió la evolución del cerebro, no para que comprendiera su naturaleza o su relación con el cosmos, sino para que pudiéramos sobrevivir en ambientes azarosos.
La realidad simple y llana, así lo entendió el Buda, es que la vida es difícil y que por esa dificultad existe el sufrimiento -la ansiedad y el estrés-; este es el problema por resolver. Armonía interior es la ausencia de sufrimiento, y de él hay que deshacerse para que ella florezca. El plan de vida tiene que ser la eliminación de la ansiedad y el estrés. La búsqueda de la felicidad como objetivo alterno es receta segura para una vida miserable, dice el antropólogo Donald Campbell.
Nuestros genes son producto de la selección natural, y ellos incluyen la posibilidad de hacernos egoístas ‘genéticos’ con ansias de más comida, más sexo, más posesiones… La competencia desaforada nos vuelve egoístas ‘sociales’ con demandas crecientes de poder, fama, estatus… El egoísmo ‘natural’ es fruto de los genes; el egoísmo ‘social’ se origina en lo que el biólogo Richard Dawkins denomina ‘memes’, los hábitos y los vicios culturales. A pesar de estas tendencias, nuestra capacidad para visualizar el futuro nos puede salvar de los excesos del egoísmo. Podemos rebelarnos porque somos la única especie capaz de evolucionar, deteniendo o redirigiendo nuestras mutaciones genéticas y sociales.
Los principios de la genética individual y la ‘memética’ cultural, por ser probabilísticos, no tienen la precisión de leyes físicas como la gravedad o el magnetismo, pero al igual que estas su vigencia es inexorable. Así como el helicóptero compensa la atracción gravitacional, nosotros también podemos canalizar o contrarrestar la acción de los genes y los memes.
El apaciguamiento del ego redundante y la amortiguación de las presiones sociales apoyan el florecimiento de armonías individuales y colectivas. El intelecto por sí solo -talento, memoria, imaginación- no puede ablandar el sentido del ‘yo’ neuronal, justamente su creación cumbre. La fuerza de voluntad racional es más débil de lo que quisiéramos. El ‘software’ cerebral no puede atacar su propia obra, al ego redundante que nos empuja a nuevas adquisiciones y nos identifica con desafectos. Dejar de hacer cosas, desprendernos de apegos y aversiones, no es el territorio del intelecto; estas inacciones -pasividades- están más allá de su lógica condicionada.