La entrevistadora de un noticiero internacional de TV no dejaba de sorprenderse: “¿Cómo entender las multitudinarias movilizaciones del pueblo brasileño en un país que en los últimos 15 años ha tenido un extraordinario manejo económico? ¡Está prácticamente en el Primer Mundo! El desempleo es bajísimo, el 6%; la pobreza se ha reducido significativamente y la gente humilde ha recibido importantes ayudas en dinero, salud y educación”.
Para una mirada ligera, el comportamiento del pueblo brasileño es inentendible. Ciertamente somos testigos de un fenómeno extraordinario, del cual comienzan aparecer las primeras interpretaciones. Una de ellas, elaborada por una voz autorizada, la del sociólogo Boaventura de Sousa Santos, expone algunas pistas que intentan iluminar esta complejidad.
Para este analista, en el Brasil contemporáneo se cruzan tres “narrativas y temporalidades”: a) exclusión social (Brasil es uno de los países más desiguales del mundo), fuertes oligarquías, racismo y altos niveles de corrupción; b) desarrollo de experiencias de democracia participativa, y c) implementación de políticas de inclusión adoptadas con mayor fuerza desde Lula da Silva con resultados en reducción de la pobreza y ampliación de la clase media.
Según Boaventura, desde la gestión de la presidenta Dilma Rouseff se produjo una desaceleración de las políticas democráticas y de inclusión propiciándose el fortalecimiento del viejo país: exclusión social y concentración de la riqueza. “Las formas de democracia participativa fueron cooptadas, neutralizadas en el dominio de las grandes infraestructuras y megaproyectos”. Las políticas de inclusión se agotaron (toparon techo) develándose con claridad su lado asistencialista. Desactivación de vastos sectores populares y de las emergentes clases medias embobadas por el desbordante consumismo. Servicios públicos (transporte, educación) y calidad de vida urbana deteriorados mientras se realizaban millonarias inversiones en eventos de prestigio internacional.
Otros signos fueron el crecimiento de la corrupción y la mayor hostilidad hacia los movimientos sociales y los pueblos indígenas. “Aumentó el asesinato de líderes indígenas y campesinos, demonizados por el poder político como “obstáculos al crecimiento” simplemente por luchar por sus tierras y formas de vida, contra el agronegocio y los megaproyectos mineros e hidroeléctricos (como la presa de Belo Monte, destinada a abastecer de energía barata a la industria extractiva)”.
Esto y seguramente otros factores explicarían el despertar del gigante que se tomó y se toma las avenidas de decenas de ciudades brasileñas. El mismo gigante por similares razones se despabila en Argentina, Bolivia y Venezuela. En Chile está más despierto.
Brasil… Brasil…, súper jaguar, espejo enorme para vernos y rectificar.