Un o de los importantes anuncios presidenciales del 25 de julio, en la ceremonia de la Fuerza Naval fue excluir de la Fuerza Pública (Fuerzas Armadas y Policía) las tareas de seguridad en la protección del gobernante, de los representantes de las funciones del poder, altos funcionarios y su entorno, así como las de inteligencia sobre civiles y de investigación política y criminal.
Además anunció una nueva concepción del servicio militar para formar reservas, pasando de la figura del servicio obligatorio -conscripción, por meses, algo menos de un año-, a la formación y actualización anual de reservistas, lo que podría llamarse “un pueblo en armas”.
Puede no ser el caso, pero la visión de conjunto que podría tenerse es la preocupación de infiltraciones de países extranjeros -puntualmente de los Estados Unidos- o de poderes fácticos en la institucionalidad jerarquizada, que usualmente se ha vinculado en América Latina y en el mundo con desestabilizaciones de gobernantes y su derrocamiento.
Hay que recordar el macabro chiste que en Washington no hay golpes de Estado, porque no hay Embajada “yanqui”.
Pero, desde otra visión, frente a gobiernos autoritarios, surgen inquietudes.
En el Ecuador, tiempo atrás, se dieron episodios que deben recordarse.
En el gobierno de Arroyo del Río, 1940-1944, después del Protocolo de Río de Janeiro, frente a la reacción nacional, Arroyo optó por fortalecer a la fuerza de Carabineros -antecedente de la Policía Nacional- con un mando afín al poder. De hecho, los carabineros pasaron a ser la fuerza represiva del Gobierno, por eso el levantamiento civil-militar de la Revolución del 28 de Mayo de 1944, a cuya vanguardia civil estuvo la izquierda ecuatoriana, aun cuando luego se le entregó el poder a Velasco Ibarra, se materializó en la toma del cuartel de Carabineros de Guayaquil, con muertos e incendio del cuartel, y la ejecución de quienes personalizaban la “pesquisa” de entonces.
El levantamiento civil de Guayaquil del 2 y 3 de junio de 1959, contra el presidente Camilo Ponce, se direccionó a varios frentes, uno de éstos fue el incendio de la Pesquisa, que dependía directamente del Ministerio de Gobierno, no de la Policía Nacional.
Con estos antecedentes y otros, desde los años sesenta se fue concienciando que la seguridad -y posibilidad de represión- que provenga del Estado y las operaciones de inteligencia y de investigación política y criminal debían responder a la jerarquización de la institucionalización de la Fuerza Pública, no a las odiosidades ni a las visceralidades de quienes estén en el poder.
¿Conviene a la democracia colocar las tareas de seguridad -y de represión-, inteligencia e investigación bajo los actores políticos de un gobierno? ¿O fortalecer la institucionalidad del Estado en esas tareas?