Se avecinan las elecciones presidenciales más electrizantes, impredecibles y competitivas de la reciente historia republicana del Ecuador. Palpitantes. Cerradas. De pronóstico reservado, como dicen los periodistas deportivos. No aptas para cardiacos, de acuerdo con ciertos otros sectores de la prensa, en estos días memorables, más libre y vigorosa que nunca. Engullo todos los periódicos en busca de detalles sobre las propuestas de los candidatos. Prácticamente quemo la radio a la espera de sus intervenciones y propuestas. Surfeo la red con desesperación, para enterarme al segundo de todas las novedades sobre sus equipos de trabajo y sus planes de gobierno.
He estado esperando con ansias –al filo de la silla, comiéndome las uñas- que empiece esta (nueva) campaña electoral. Seguro que será inolvidable. Seguro que será inmortalizada como la más equitativa, pareja y justa de los tiempos recientes. Todos los candidatos tienen la misma oportunidad de hacer publicidad electoral y eso ciertamente hace recuperar la fe en la democracia y en nuestras sólidas e impersonales instituciones. La altura del debate no le pide favor a los grandes enfrentamientos dialécticos de la historia de la humanidad: Disraeli y Gladstone, Churchill fustigando a los pacificadores, todos en la Cámara de los Comunes. El orgullo de Demóstenes y de Pericles. Vivimos nuestra propia época de oro, qué duda cabe.
Tenemos que agradecerle entusiastamente a la autoridad electoral, porque ha actuado con el más ferviente sentido patriótico y con milimétrico apego a la ley. Qué autoridad tan despierta y tan aguda. Qué autoridad tan pendiente de todas las violaciones a las reglas. Esta autoridad debería ser la envidia del mundo civilizado: qué severa con los candidatos oficiales, qué imparcial, qué objetiva, qué justa. Si todos los países contaran con autoridades así, la democracia florecería allí donde reina el autoritarismo, las repúblicas destronarían al despotismo y los regímenes autoritarios desaparecerían de la faz de la tierra. Qué orgullo. Como para inflar el pecho. [Nota a mí mismo: cuando se acabe este período, en cuatro años (sic), hay que organizarles un homenaje y acordarse de las condecoraciones. Fin de la nota] No puedo esperar a que llegue ese glorioso domingo (espero que sea soleado) de febrero. No puedo esperar –incluso he empezado a fumar- para acercarme a la junta receptora del voto y acariciar el material electoral, palparlo, sentirlo en mis manos. Quiero emplasticar mi papelito y comer una empanada de morocho tibia.
Ya tengo todo preparado para sentarme frente a la televisión, de ser posible en alta definición, para conocer de primera mano los estrechos resultados de las elecciones. Ya quiero volver al recinto para depositar mi sufragio en la segunda vuelta. Señor vocal, ¿dónde firmo?