‘Todo lo que era sólido” es un libro de Antonio Muñoz Molina, en el que, con agudeza, disecciona la llamada “cultura del pelotazo”, un espanto vivido en España a caballo de la transición democrática. Con ella se quería reflejar la enorme codicia y amor al dinero fácil, al enriquecimiento no siempre lícito, a la fortuna hecha de un golpe, fruto de la suerte, de la especulación o de la prebenda. La antesala de una crisis financiera pero, sobre todo, moral que dejó fortunas y conciencias con el trasero al aire.
Viendo el “milagro ecuatoriano”, así como el aumento del poder adquisitivo de muchos ecuatorianos, adoradores del becerro de oro, siempre dispuestos a comprar y a vender, me he preguntado dónde está el alma de esta revolución que, quizá sin quererlo, ha hecho del consumo la expresión más elocuente el “buen vivir”.
Cuando las revoluciones se hacen en la epidermis acaban siendo socias del maquillaje. El dinero fácil, la corrupción social y política, convierte a un pueblo en el país de los espejismos. ¿Quién puede negar la inversión pública realizada? Nadie que sea sensato y objetivo. Pero no es suficiente. Quisiera gritárselo a cuantos se desubican ante la seducción de la plata y del poder: si no llegamos al corazón humano, si no construimos seres humanos mejores, más honestos, solidarios y comprometidos con el bien común, no hay revolución que valga. ¡Es imposible hacer una revolución ciudadana sin ciudadanos! A la sombra del becerro de oro prosperan los nuevos ricos. Hablan de los pobres pero viven lejos de ellos; fustigan a los viejos ricos, pero se mueren de envidia y acaban imitándolos, perdidos en la selva del consumo. A una cultura así se corresponde sin remedio una conciencia delirante. Y es que la arbitrariedad del poder o de la plata siempre abren las puertas a la corrupción de la conciencia. Cada uno de nosotros tiene que saber a quién ama y, sobre todo, a quién adora.
Posiblemente, alguno que otro se sonría, entre pragmático y escéptico. Pero yo creo, con esa humilde seguridad que la fe cristiana me concede, que el auténtico desarrollo tiene que ser integral y que la espiritualidad no puede quedarse fuera, al margen de la vida y del esfuerzo por ser personas. Cuando a las revoluciones les falta el alma, acaban convirtiendo sus sueños en pesadillas: es triste constatar que hoy, para la mayoría de los ciudadanos, la felicidad consiste en salir de compras… Con una mentalidad así, acabaremos considerando al ser humano como un bien de consumo.
La cultura del “buen vivir”, entendida como bienestar material y poco más, puede anestesiarnos y hacernos ajenos al dolor del hermano. Sus problemas no nos incumben con tal de que tengamos resuelta nuestra vida. La globalización de la indiferencia no puede ocultar la inequidad, la pobreza, la violencia, las contradicciones de un sistema que, metido de lleno en la vorágine del gasto público, sigue promoviendo la modernización de las apariencias.