Antes de la cúspide y de la celebridad del realismo mágico (como casi sinónimo de lo latinoamericano), antes de los fuegos artificiales y de los tórridos aires caribeños, antes de la actividad política sin espacio para la crítica y porque sí (del llamado compromiso político), siempre estuvo ahí Alejo Carpentier (1904-1980), el virtuoso original del estilo barroco, siempre a caballo entre La Habana, Puerto Príncipe, París, México y Caracas, algo francés, algo ruso y siempre cubano. El de la prosa compleja y a momentos laberíntica (llena de ecos, voces y reflejos) el de la arquitectura perfecta, el de las formas melódicas, el de lo real maravilloso. El del vudú, el de los esclavos que se coronan emperadores, el de reinos negros, el que pesaba y tasaba cada palabra para evaluar su repiqueteo y su consonancia, el de las frases prolongadas y complejas que se desenrollan como serpentinas.
El mismo Alejo Carpentier sobre el que Harold Bloom – quizá el más renombrado crítico literario de nuestros tiempos y de seguro el más controversial- llamó a reconocer como el verdadero renovador de las letras latinoamericanas, el autor al que el tiempo debe reconocer como el supremo entre los escritores hispanos de su era (las palabras exactas son: “…puede que el tiempo demuestre la supremacía de Carpentier sobre todos los escritores latinoamericanos de este siglo.”) La lógica de Bloom (siempre, como en todo caso, sujeta a debate) es que Carpentier integra, junto con Jorge Luis Borges y Pablo Neruda, la trilogía transformadora de las letras latinoamericanas del siglo XX. Todos los demás frutos, en teoría del estadounidense, cuelgan de este árbol triple.
También está el Carpentier obsesionado con los vericuetos y los símbolos del poder, como en ‘El Reino de Este Mundo’: “Se terció la ancha cinta bicolor, emblema de su investidura, anudándola sobre la empuñadura de la espada. Los tambores estaban tan cerca ya que parecían percutir ahí, detrás de las rejas de la explanada de honor, al pie de la gran escalinata de piedra. En ese momento se incendiaron los espejos del palacio, las lunas, los marcos de cristal, el cristal de las copas, el cristal de las lámparas, los vasos, los vidrios, los nácares de las consolas. Las llamas estaban en todas partes, sin que se supiera cuáles eran reflejo de las otras. Todos los espejos de Sans-Souci ardían a un tiempo. El edificio entero había desaparecido en ese fuego frío, que se ahondaba en la noche, haciendo de cada pared una cisterna de hogueras encrespadas.” Así, Alejo Carpentier fue la amalgama más deliciosa de lo americano y de lo europeo (en distintas épocas de su trayectoria literaria), fue también un verdadero reivindicador del “mundo prístino y fabuloso de América y el descubrimiento de lo real maravilloso desde la fe (que supone perdida en la Europa de la crisis vanguardista del período de preguerra)” de acuerdo con el experto Juan Malpartida. Antes del realismo mágico ya estaba Carpentier.