En 1986, Augusto Pinochet aún era el hombre fuerte de Chile. Faltaban cuatro años para que terminara su dictadura y muchos, muchos más para que dejara el poder político, económico, social y hasta la vida personal de los chilenos.
Ya había destellos de expresión de la inconformidad en el país. La crisis económica de 1983 fue una amenaza. Hubo protestas y hubo el coraje para organizarlas.
El pesimismo generalizado condujo, en 1988, a una consulta popular en la que Pinochet buscó legitimidad para permanecer ocho años más como Jefe de Estado. Fue una mala idea. El ‘no’ triunfó contra todo pronóstico. Un titular de la prensa decía: “¡Corrió solo y llegó segundo!”. En 1990, entregó el poder a los civiles.
En 1986, decíamos, Pinochet era aún el hombre duro de Chile, tanto que sobrevivió a un intento de magnicidio, el 7 de septiembre, fraguado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Murieron cinco personas y hubo 11 heridos. El dictador salió ileso.
Ocho días después, y con un país bajo estado de sitio por el atentado, un trío de jóvenes rockeros llamado Los Prisioneros sacaba su segundo disco: ‘Pateando piedras’. No es considerado su mejor trabajo -ese lugar habría de reservarse para ‘Corazones’, de 1990-, pero bien puede ser el que más caló y mejor interpretó lo que vivían los chilenos en aquellos años y con una vigencia que aún hoy interpela el modo de vida de los chilenos.
Los Prisioneros ya habían irrumpido con ‘La voz de los 80’, su primera grabación. Se distribuyeron 1 000 casetes que ahora son un objeto de culto. Se alentó a dejar de ser como en los 70, en la que “los hippies y los punk tuvieron la ocasión/de romper el estancamiento. / En las garras de la comercialización / murió toda la buena intención”.
Queda como una arenga fallida. Pero los ochenta, mirados retrospectivamente, fueron los años en que la región recuperaba la entonces tan anhelada -y ahora tan denostada- democracia. Los chilenos, en cambio, tuvieron que esperar y luchar mucho más tiempo que sus vecinos para volver a elegir a sus gobernantes.
En ese disco, Los Prisioneros dejaron en claro que venían a revolucionar la música en Chile. Era contestataria, sí, pero alejada de esa tendencia de una música “comprometida”, de izquierda, lo que se llamaba “la nueva canción chilena”, que tenía como referentes a Víctor Jara, Violeta Parra, Patricio Manns, Inti-Illimani, Quilapayún, Illapu. Inclinados hacia el folclor, son nombres que merecen ser escritos con mayúsculas. Otros, en cambio, eran una repetición estéril.
Su tema ‘Nunca quedas mal con nadie’ marca ese distanciamiento de la tradición. Con un tono muy propio de la irreverencia de Jorge González (bajista, tecladista, voz principal), el líder de la banda, integrada también por Claudio Narea (guitarra, voces) y Miguel Tapia (batería, voces) se dice: “Me aburrió tu postura intelectual (…) Tu guitarra, oye, imbécil barbón / se vendió al aplauso de los cursis conscientes (…) Pretendes pelear y solo eres una mierda buena onda”.
Y como siempre suele ocurrir con los talentosos, se esperó con ansias su segunda obra. “Hay gente que dice que uno tiene toda la vida para componer y trabajar el primer álbum, y, a lo más, un año y medio para hacer el segundo. ‘Pateando piedras’ sufrió un poquito eso”, dijo González al diario La Tercera.
El disco es más elaborado musicalmente, con la incorporación de sintetizadores. No perdió ese sentido de la rebelión propia de esos jóvenes de 21 años, como eran los tres.
“Marcó un puente sonoro en los años 80, desde una sonoridad artesanal, donde prevalecían la lana de los chalecos chilotes y las guitarras arpegiadas, hacia este mundo new wave, de sonidos tecnológicos y textos clarísimos, donde no había cabida a las metáforas y a la agenda política de la época”, le dijo el musicólogo Juan Pablo González al periodista Julio Osses, también citado por La Tercera.
Era un atrevimiento ir por ese camino, no tanto por el estilo musical, sino porque era una tecnología que estaba fuera de su alcance. Si bien tuvieron éxito con su primera grabación, Los Prisioneros no dejaban de ser unos chicos que aún vivían con sus padres. El presupuesto se les elevaba notoriamente para alquilar los samplers, la batería programada, etc.
“El secuenciador no era como que yo podía tocar las partes y quedaban grabadas inmediatamente. Había que, por notación musical, entrar la nota -do-, decir la duración -corchea-, luego agregar silencio y así, nota por nota. Había
que programarlo todo”, recuerda González.
Temas buenos hay muchos, como ‘Por qué no se van’, ‘Muevan las industrias’, pero sin duda ‘El baile de los que sobran’ es el que mejor retrata lo que han sentido millones de chilenos: ese sentirse fuera de las promesas neoliberales que los Chicago Boys de Pinochet instalaron o la falsa promesa de la educación, que deja endeudados casi de por vida a la mayoría de los jóvenes del país.
“Oías los consejos, los ojos en el profesor. / Había tanto sol sobre las cabezas / y no fue tan verdad, porque esos juegos, al final/ terminaron para otros con laureles y futuros/ y dejaron a mis amigos pateando piedras”, dice la canción que tiene de fondo el ladrido de un perro. ¿Se podía decir de mejor forma esa sensación de abandono?
La gira por el país coincidió con la campaña plebiscitaria. Los Prisioneros llamaron a votar ‘no’. El pinochetismo se los quiso cobrar. Recibieron amenazas de muerte y tuvieron que suspender la gira.
La democracia volvía y Los Prisioneros prácticamente desaparecieron por problemas estéticos y asuntos de parejas. Pero el próximo 30 de noviembre y 1 de diciembre se cumplirán los 20 años de ser los únicos músicos chilenos que pudieron llenar dos veces el Estadio Nacional para un concierto de reencuentro.
El estallido social de octubre del 2019 tuvo como referente al ‘Baile de los que sobran’. Se los cantaba en los ‘flash mobs’.
Muchos de los que saben de música dicen que no es una gran banda. Puede ser. Ni su música ni sus textos son pretenciosos y al oído común tienen esa virtud, que en arte es finalmente el gran misterio: todo encaja.