Como ustedes saben, en Ecuador se aprueba y se pone en vigencia una constitución cada -grosso modo- diez años. Cuando dejamos de lado la dictadura militar de los años setenta (nacionalista y revolucionaria como todo régimen autoritario que se precie) soñamos con refundar la República y aprobamos una nueva carta política afín a los nuevos tiempos y a los nuevos vientos: volvieron los partidos políticos, volvió un presidente civil, volvió el Congreso y, según creíamos, volvió el espíritu democrático. Los tiempos fueron caldeándose, los vientos fueron huracanándose, los partidos políticos fueron desconectándose y privatizándose, los presidentes fueron muriéndose, tambaleándose, cayéndose…Fue necesario, claro, crear una nueva constitución que arregle todo, que nos obligue a volver a nuestras esquinas para replantear todo lo demás, que nos lleve de vuelta al laboratorio para recalcular qué había salido mal. Era 1998 y pensamos -en estos lares casi siempre que pensamos nos equivocamos y luego nos arrepentimos- que esta constitución sí era sensata, que obedecía a nuestras necesidades y que duraría en el tiempo. Y volvió la patria con esteroides: era preciso refundar todo, arrasar con cualquier partícula de razón, renegar de todo lo pasado y reinventar nuestra propia rueda. La de 2008, hay que reconocerlo, es una constitución revolucionaria es más de un sentido: 5 ó 6 funciones del Estado, control social, derechos de la naturaleza, muerte cruzada y casi lo que ustedes quieran.
Pues bien, el argumento central de la columna de hoy es el siguiente: no importa a cuántas revoluciones nos sometan, no importa cuántas asambleas constituyentes se reúnan, no importa cuántas constituciones aprobemos, en las elecciones que ustedes quieran, siempre regirá la misma constitución, una constitución fantasma con cláusulas silenciosas. Me refiero a que en Ecuador hay ciertas normas constitucionales que no están escritas en ningún documento pero que, de modo subterráneo, rigen las relaciones políticas. Les propongo mis ejemplos: incluso cuando cualquier constitución proclame que el período presidencial dura cuatro o cinco años, todo el mundo sabe que el período presidencial se acaba – de facto- cuando las Fuerzas Armadas le retiren la escolta al presidente de la República o cuando la oposición (siempre coyuntural, siempre circunstancial) logre reunir más o menos 5 000 manifestantes en o alrededor de la Plaza Grande. Es también regla silenciosa que todo poder Ejecutivo intenta – y a veces logra- intervenir en el poder Judicial, para proteger a sus partidarios y para perseguir a los adversarios. Y, claro, el ciudadano es servidor del Estado y no al contrario: el Estado está en libertad casi total de espiarnos, de someternos y de negarse a rendir cuentas. Es la constitución fantasma, la que siempre está vigente por debajo de la mesa, la de los códigos rojos.