La calidad y la legitimidad de los Estados se miden la excelencia de su sistema judicial y por la probidad de sus jueces. Sin este factor no hay desarrollo ni convivencia civilizada.
En las fiestas de Navidad una muchacha de familia muy pudiente, más locuela que mala, mezcló alcohol y cocaína, y con su auto atropelló a un peatón, huyó y chocó tres veces mientras trataba de escapar de la Policía. Finalmente, la joven fue detenida y encarcelada. Los delitos eran serios y su conducta muy reprochable.
Hasta ese punto la anécdota no parece tener importancia. Pero entonces comenzó a actuar un abogado de la familia de la manera en que en su país se resuelven estos problemas. Salió a la calle con un maletín lleno de dinero y, tras sacar a la niñata de la cárcel con una leve fianza, comenzó por comprar a la Policía, que cambió el atestado del caso. Compró al peatón herido para que no acusara a su cliente. Compró a los testigos para que anularan o modificaran sus declaraciones. Compró al fiscal para que redujera sustancialmente el grado y tipo de delito imputado. Compró al juez para que dictara una sentencia absolutoria y, en el colmo de la prestidigitación, compró al oficial del juzgado para que ni siquiera quedaran rastros del juicio. El expediente desapareció. La noche loca de la muchacha borracha y drogada se saldó con menos de veinte mil dólares e impunidad total.
¿Cómo se ha llegado a ese nivel horizontal de corrupción, donde casi todos los agentes sociales están dispuestos a violar la ley si el precio es adecuado? Muy sencillo: si muchos funcionarios, electos o designados, incluidos, a veces, hasta el propio Presidente de la República, roban, venden influencias, aceptan coimas, practican el clientelismo, benefician a los amigos y tratan de controlar a los jueces para beneficio propio y perjuicio de los adversarios, ¿cómo extrañarse de que el aparato judicial completo, desde los que supuestamente persiguen los delitos, hasta los que supuestamente juzgan a los delincuentes, acaben vendiéndose? No puede haber sistemas selectivos de justicia. O hay justicia para la totalidad o acaba por no haber justicia para nadie porque la gangrena se extiende por todo el tejido social.
No es una casualidad que las naciones más avanzadas del planeta sean menos corruptas y, al mismo tiempo, las que poseen mejores y más equitativos sistemas judiciales. Eso, claro, cuesta mucho dinero porque exige buenas facultades de derecho, legisladores sensatos, policías razonablemente remunerados y mejor reclutados, jueces bien formados, independientes, alejados de las presiones políticas, con salarios decentes y reconocimiento social. Las sociedades que no estén dispuestas a pagar ese precio jamás conseguirán abandonar el Tercer Mundo.