Si algunos de los asesores del Gobierno hubiesen calculado las reacciones políticas que se han producido en Quito, con seguridad hubieran protagonizado una protesta como la del 30-S o hubiesen acudido a la vía rápida del suicidio. El inventario no puede ser más desastroso. Sólidas opiniones profesionales de connotados juristas de la capital son lapidarias; las deserciones de tres asambleístas del bloque oficial, la iracundia y frontalidad de Alberto Acosta y Gustavo Larrea, la ruptura de Ruptura 25, la creación de un foro identificado como Cauce Democrático no pueden ser más contundentes en el centro del correísmo a nivel nacional.
Esto no significa que el proceso de la consulta popular vaya a fracasar como lo hicieron las consultas de los presidentes Febres Cordero y Sixto Durán Ballén, o a nivel internacional cuando los demócratas de la Concertación derrotaron a Pinochet o los uruguayos a los militares represores de su país. No, solo significa que el costo político, sin perjurio del resultado, puede ser tan grande que en este período histórico se podrá señalar a la consulta como un antes y un después. Esto debido a que en el resto del país el debate no existe y que en ciudades importantes como Guayaquil a la mayoría de ciudadanos le importa tanto como si la luna sea o no de queso.
Es muy difícil que el Gobierno dé marcha atrás a pesar de obstáculos tan inesperados y que, luego de ligeras observaciones que haga la Corte Constitucional como suprimir la frase inductiva con la que empiezan todas las preguntas y algún otro reparo que le permita a sus miembros lavarse las manos y probablemente también la cara, el proceso seguirá su marcha en medio de un despliegue promocional que agradará al organismo de control electoral . Lo que sí que registrará en el balance, de continuar con la reacción quiteña, es que se perdió esa dosis de temor o miedo a pensar diferente y a expresarlo públicamente; además, no solo lucubrar sobre la consulta, sino en los próximos resultados presidenciales donde lo posible podrá a variar a lo probable en los términos que lo patentó el celebre sicoanalista Erich Fromm en su obra sobre la Guerra Fría: ¿Podrá sobrevivir el hombre?
Decía el célebre intelectual alemán que el gran problema entre los occidentales y los del bloque soviético era establecer una escala diferenciadora sobre esos parámetros. Ambos creían que su adversario era capaz de todo lo malo imaginable posible; pero que en pocos, existía la madurez para evaluar que no todo lo que lucubraban del enemigo era probable en la realidad.
Una cosa similar parece que ha producido la inútil y costosa consulta popular en que se embarcó el Gobierno, simplemente por su adicción a la verificación de su popularidad en las urnas. Posiblemente es inderrotable; probablemente hay que verlo.