El Estado de Derecho es más que un conjunto de reglas obligatorias para todos. Para realizarse efectivamente, requiere personas convencidas de que las normas de convivencia social plasmadas en la Constitución y las leyes son vinculantes en su racionalidad -es decir, de que el derecho solo puede ser sustituido mediante derecho-.
Todas las reglas humanas son imperfectas y, con frecuencia, imprecisas en su contenido. Muchas de ellas tienen una historia controversial y se explican precisamente a partir de un determinado contexto. La imperfección de una norma o la modificación del contexto, que rara vez se da de modo abrupto, no justifican denuncias vociferantes de ilegitimidad ni, menos aún, la sustitución arbitraria de las normas vigentes por los dictados de lo que una persona y su grupo de referencia, contra la norma, consideren más adecuado.
Donde no hay respeto por el derecho vigente, aunque sea imperfecto, no hay Estado de Derecho. Por eso, una forma antigua pero eficaz de destruir el Estado de Derecho consiste en promover la idea de que el orden jurídico es radicalmente ilegítimo o tramposo, pues así se justifica que se haga trampa en su interpretación y aplicación.
La obligación de respetar las normas vigentes se fundamenta al menos en parte en el derecho que todos los ciudadanos tienen a instar eficazmente por la modificación de esas normas. Este derecho se sintetiza, aunque no se agota, en el conjunto de derechos políticos del ciudadano.
Por eso es imprescindible dar un cauce a la insatisfacción constitucional de una parte de la élite, que ve en la Constitución de 1980/2005 un obstáculo a la capacidad del ciudadano para expresar jurídicamente los consensos que habría alcanzado una supuesta mayoría nueva. Es un hecho que la Constitución vigente establece exigencias elevadas para la modificación de sus normas, y es razonable que sea así.
Si esas reglas fundamentales de convivencia han sido la base del proceso político, económico y social que ha llevado a Chile a un desarrollo completamente inédito en su historia y, como fenómeno integral, lo han puesto muy por encima de los demás países de la región, ¿tiene sentido que la inquietud de los representantes de un sector político o, incluso, de una mayoría más o menos circunstancial, tenga la facultad de sustituirlas una y otra vez?
¿Es razonable que esos acuerdos, confirmados y renovados en 2005, queden a merced de la competencia retórica de campañas y alianzas electorales más o menos efímeras? La Constitución actual no prohíbe su reforma, sino que exige un consenso amplio para realizarla. Propugnar una asamblea constituyente o un mecanismo análogo a través de resquicios -es decir, al margen de la Constitución- equivale a convertir el debate constitucional en un asunto de mayorías circunstanciales y cambiantes.
La materialización del derecho, la multiplicación de normas para que la regulación configure la vida de una sociedad cada vez más compleja, conduce paradójicamente a dotar a los entes fiscalizadores de amplísimas facultades que luego se llenan de contenido discrecional. Este fenómeno debe ser enfrentado y resuelto en forma equilibrada, salvaguardando la certeza jurídica.