Nunca antes habíamos visto algo tan triste y deprimente: ¡dieciséis binomios inscritos para participar en una contienda electoral! Recuerdo, por ejemplo, que en las elecciones de 1960 hubo cuatro candidaturas, dos de ellas de los expresidentes más notorios de esos tiempos, y a todos nos parecía una exageración que hubiera tantos candidatos; pero tenemos que admitir que, de los cuatro, tres representaban a partidos de fisonomía aún reconocible, y solo uno era populista. Que haya sido precisamente este último el que ganó con amplio margen fue ya un anuncio del futuro que se abría ante nosotros, pero no lo comprendimos de inmediato. Jamás sospechamos que en sesenta años cuadriplicaríamos en número de candidatos, y eliminaríamos de paso a los partidos: actualmente, solo un candidato representa a un partido, que desde del alejamiento de su fundador ya no es lo que fue lo cual quizá sea un signo por sí mismo.
Si he de dar crédito a las encuestas respetables (porque también hay de las otras), hay tres candidaturas que concentran la mitad de las intenciones de voto, lo cual significa que la otra mitad debe estar repartida entre las trece restantes, los indecisos, indiferentes y decepcionados. Cabe preguntar, por lo tanto, ¿qué se proponían esos trece ingenuos (¿?) al inscribir su nombre para participar en la contienda, si sabían de antemano que solo contarían con los votos de sus parientes y amigos? ¿Intentaban quizá perjudicar a alguno de los fuertes? ¿Buscaban tener una dudosa plataforma para negociar después, en la segunda vuelta? ¿O trataban quizá de realizar, al menos durante un par de meses, un sueño de la infancia?
Esta situación solo puede tener un significado: es el reflejo de la desintegración creciente de nuestra sociedad. A veces, por excepción, los vecinos de un barrio llegan a ponerse de acuerdo para mantenerlo limpio y seguro; pero la norma es que ocurra lo contrario. Menos aun somos capaces de integrar un verdadero proyecto nacional, fundamentado en concepciones coincidentes sobre el Estado, la sociedad, el poder, la cultura y el papel de la economía como medio y jamás como fin. Es como si todos los ecuatorianos hubiésemos sido contagiados por una plaga de egoísmo y desconfianza, agravada con una fuerte dosis de credulidad y fanatismo. Por esa mezcla tan paradójica como letal, rehusamos ser parte de un proyecto de gran envergadura, pero pugnamos a la vez por estar cerca de la cabeza de algún ratoncito charlatán y vivaracho.
¿Qué podemos hacer en estas circunstancias? Yo, por mi parte, ya estoy harto de tantos desengaños: me duele el deterioro de nuestros lenguajes, cada vez más vacíos; me llena de nostalgia el recuerdo de otros tiempos mejores; me arde en las venas la indignación por tanta vergüenza perdida. Sé que debería apostar por el futuro, pero nada me garantiza que tendremos alguno mientras no seamos capaces de pensar seriamente en ponernos de acuerdo en lo que importa.