Cualquiera sea la conceptuación que tengamos de “empresa” existe coincidencia en al menos dos de los factores que están intrínsecamente presentes en ella, a saber: el capital y el trabajo. El primero, identificado con el elemento económico y financiero que a la postre conforma la riqueza material de aquella. El segundo, relacionado con el aporte del ser humano, que en su proyección antropológico-filosófica es el ente que, dotado de razón y sentimientos, es el titular de derechos llamados a ser respetados por sobre toda y cualquier consideración mercantil. El equilibro de estos dos componentes da origen a la “empresa humana”.
Adam Smith, referente teórico válido del capitalismo y en cuyos principios se sustenta en buena medida el desarrollo de éste en los siglos XIX y XX, discurría en su obra Teoría de los Sentimientos Morales (1759) sobre la necesidad de que el capitalismo, en el cual puede identificarse cierto egoísmo humano, no puede perder de vista a la persona como fin último del bienestar de la sociedad. De hecho, sugiere que la “prudencia” debe estar siempre presente como “virtud” en este sistema económico-social.
El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia nos proporciona nociones que debemos rescatarlas. Así, resaltamos de tal Doctrina el que toda la vida social es expresión de su inconfundible protagonista: la persona humana. Ésta, sostiene, lejos de ser un objeto y un elemento puramente pasivo de la vida social, es su sujeto, su fundamento y su fin.
En el Encuentro Empresarial de la Asociación Nacional de Empresarios de junio de 2015, la doctora Mónica Villagómez de Anderson en su calidad de Presidenta del Consejo de Cámaras y Asociaciones de la Producción, exponía criterios de invaluable trascendencia. Mantuvo que “debemos desarrollar una nueva conciencia respecto a que la comunidad del trabajo representa un bien para todos y no solamente una estructura que permite satisfacer los intereses personales de pocos (…) la economía está al servicio del hombre y hay que formular proyectos de cooperación real entre los actores sociales”.
La coyuntura que vivimos – ahora más que nunca aun cuando siempre fue así – nos obliga a lograr una sana armonía ética entre el capital y el trabajo. Ello solo puede obtenerse cuando el legítimo interés material del empresariado asume sacrificios en bien de los más necesitados. Aquel lema de que no hay trabajo sin capital tiene una contrapartida igual de sustancial, pues tampoco hay capital sin trabajo.
Si el empresariado emprende en un indiscriminado reajuste de la fuerza laboral a pretexto de la crisis, nos expondremos a reacciones sociales predecibles. La más grave está dada por la violencia y criminalidad. No se trata de reducir costes laborales sino de encontrar la justa medida entre el rédito del capital y las obligaciones morales, más allá de aquel, lo cual no implica atentar contra la empresa sino dar a ésta una proyección humana.