Extrañamos los abrazos y los besos. Más extrañamos a los que se van con la palidez de la muerte en estos días crueles de peste desalmada.
Desde la lejana Wuhan, en una fecha que ya parece lejana también, la noticia llamaba la atención. Un nueva cepa de coronavirus.
La muerte, tan distante, fue desdeñada. Muchos atribuían el fenómeno a otra noticia de los medios para llenar los titulares.
Hubo quienes tejieron teorías del mal; del imperio (¿de los imperios?); de una suerte de guerra bacteriológica, de otro pulso de los laboratorios transnacionales.
Los incrédulos ya le vieron las orejas al lobo cuando de la milenaria China el virus se paseaba por otros vecinos asiáticos.
El covid-19 llegó a Europa, a los países que acogieron a miles de ecuatorianos expulsados por la crisis económica, Italia y España. Y a otros de los grandes del Viejo Mundo, los potentes: Francia y Alemania.
Reino Unido se pensó isla, sola sin Europa, poderosa; ahora tienen el mal el Primer Ministro y el Príncipe Carlos.
Y llegó a América para quedarse por mucho tiempo. Hubo escépticos y arrogantes: Trump, López Obrador y Bolsonaro de distinta línea pero con su negación necia.
Así como el coronavirus ataca a príncipes y poderosos se ha llevado a dirigentes del fútbol como Lorenzo Sanz del Real Madrid, el ganadero de lidia Borja Domecq; y consumió al médico chino que le dijo al mundo que se ocultó el tema en su país, ¡cuánta falta hizo la libertad de expresión a tiempo!
Pero si bien es cierto que el virus no distingue clase social, puede ser más crudo en sectores vulnerables, aquellas poblaciones inmensas del África sin agua potable.
Es un infierno poco llevadero en una favela, un rancho pobre o en los hacinadas casitas de los suburbios de nuestra Guayaquil, donde viven en un cuarto, con un techo de zinc que hierve el aire, la pareja, los niños, la abuela y el perro pulguiento.
Me da miedo el coronavirus y sus efectos pero me aterra el femicidio que puede expandirse en las tensiones de hogares donde la violencia de género y el maltrato infantil son moneda común. Y esa otra pandemia puede dejar huellas indelebles en el alma.
Asustaban los muertos viralizados por redes desde Wuhan. Ahora son nuestros cuerpos desplomados en Guayaquil.
Pero si cerramos filas para protegernos, para confinarnos, para poner como punto de mira la higiene y la salud, una gran mayoría podrá pasar con sacrificio el mal rato.
El día después debemos levantar, luchar juntos contra la pandemia económica.
No será fácil y se viene un tiempo de ‘sangre, sudor y lágrimas’, las duras palabras de Winston Churchill para Reino Unido tras la Guerra Mundial; y sepultar para siempre a los mezquinos terroristas de las redes sociales que debieran ir a la cárcel por el crimen de causar pánico y los atracos cometidos. Esta pandemia que ya se carga a médicos, soldados y policías, a jóvenes y adultos. Se lleva a desconocidos; tocó la puerta de un amigo de sonrisa franca: Carlos Holguín. Nadie muere mientras viva su recuerdo.