En los sesenta del siglo XX el movimiento hippie se apoderó de la juventud norteamericana y, desde su centro operativo –Haight-Ashbury, antigua zona exclusiva de San Francisco-, empezó a ganar prosélitos en el mundo. Sus antecesores (los beatniks) habían muerto o vuelto al redil. Los hippies pretendían tomar la posta y vencer un sistema que ‘condenaba a la estupidez de por vida’.
La palabra hippie se deriva de hipster: impronta de desprecio por un orden que lo único que ofrecía era un menú ilimitado de guerras y reverenciaba el consumismo.
Hippie es un vocablo genérico. Se refiere a diversas vertientes: desde los ‘visionarios’, hasta los ‘hippies de plástico’, pasando por los ‘hippies a medias’. Los ‘visionarios’ fueron los creadores del movimiento. Desaparecieron sin salir de su laboratorio social. Convocaron al cambio a través de su ejemplo. Imaginaron que iban a imitarlos millones de personas, renunciando a las casas de varios niveles, las piscinas de agua temperada, el caviar enlatado, los vibradores de bolsillo y los automóviles deportivos. Formando un escudo de los hippies, aparecieron los ‘hippies a medias’, rezagos de la generación beatnik, incorporados al tradicional engranaje, pero repudiadores del sistema y defensores de los activistas del ‘hipismo’.
Las ideas del hippismo: conocerse a sí mismos; combatir las sociedades capitalistas; impugnar la idolatría de las cosas; resistir la incomunicación humana. Las comunidades capitalistas adoran a los dioses del dinero –preconizaban-. Si no se concordaba con los nuevos dioses, la disyuntiva era la de explorar otros caminos, dilapidando el tiempo en vez de transfigurarlo en oro, situándose en la liturgia de la pobreza, en vez de trepar a los rascacielos y adueñarse de ellos.
Siguiendo a Cristo, el ‘Divino Insensato’, practicaron una ‘Nueva Pobreza’, iniciando la exhortación de sus dos palabras que recorrerían el mundo como efímeras banderas: paz y amor. ‘No se puede llenar la cabeza de los jóvenes amantes con propaganda del tipo de: cómprame el nuevo congelador de quinientos dólares y te amaré, sin envenenar el mismísimo amor’, pregonaban.
Los ‘visionarios’ utilizaron droga pero no como vector de su conducta, los demás sí. ‘¡Esto les horroriza –predicaban-, ojalá tuviéramos algo peor para poder hacerlos responsables de sus hijos!’ En Marsella, Estambul, Ankara, Bagdad, merodearon sus magras siluetas de vagamundos, hasta llegar a Katmandú, para impulsar el émbolo de la jeringuilla con los disolventes que les posibilitaba ascender las nieves del Himalaya, transmutados en ‘junkies’, héroes o trapajos de la droga, concluyendo así su sueño irrealizado: fundar un mundo donde impere la paz y el amor.
“¡Auténtica risa santa en el río! ¡Ellos lo vieron todo! ¡Los ojos salvajes! ¡Los santos gritos! ¡Dijeron hasta luego! ¡Saltaron del techo! ¡Hacia la soledad! ¡Despidiéndose! ¡Llevando flores! ¡Hacia el río! ¡Por la calle!”.