El problema de fondo en el país es pensar que Ecuador puede desarrollarse sin mayor esfuerzo, que las soluciones a los problemas estructurales son simples, que es cuestión de cambiar las leyes, que quienes deben pagar el ajuste son siempre los otros, que siempre hay posibilidad de que ocurra un milagro: que suba el precio del petróleo.
Y si lo anterior no funciona, también hay la opción de postergar el ajuste para el próximo gobierno, cuando lo más probable es que la historia vuelva a repetirse, con otros actores -o los mismos de siempre-.
Por pensar así, el país es refundado cada cuatro años -o incluso menos- , porque los políticos están convencidos de que pueden imponer su visión al resto del país porque han recibido un puñado de votos de la población. Y si ceden en sus posiciones, no podrán cumplir con la promesa de que Ecuador -ahora sí- será diferente.
Y con esa misma lógica creen que tienen el derecho a obstaculizar leyes para que el país no cambie, o al menos para que no vaya en el rumbo que ellos han definido como el correcto, el único.
Pero esa lógica no ha funcionado antes y pese a eso se repite. Cada cierto tiempo el país se lamenta de los resultados no aparecen, que la economía no crece y que el desempleo o el subempleo aumenta.
Los políticos responsabilizan al resto y los ciudadanos se indignan, al punto que suelen amenazar con poner en la Presidencia a quien ofrezca resolver los problemas rápido y sin sacrificio. Y cuando llegan las elecciones, lo cumplen, porque las élites del país, aquellas que debieran guiar o proponer a la sociedad un futuro diferente, están ausentes o más interesadas en defender el statu quo, que resulta muy conveniente.
En el país funciona todo un aparataje para que las cosas no cambien, pues eso genera tranquilidad, seguridad y también muchos beneficios para unos pocos.
A quienes lucraron sin mayor esfuerzo durante la denominada década ganada -y lo siguen haciendo en el Gobierno actual- no les conviene un cambio, porque les significaría dejar el poder, con todos los riesgos que eso implica. A los políticos que solo piensan en ganar las próximas elecciones presidenciales tampoco les interesa jugarse por unas reformas estructurales, ya que eso les pueda significar menos votos, más allá de saber si el contenido es relevante para el desarrollo del país.
A los sindicatos, que manejan un discurso para los obreros de la era industrial, un cambio les obligaría a reconocer que no representan a la mayoría de trabajadores, y menos aún a quienes pugnan por entrar en el mercado laboral y que, por restricciones legales, se han quedado en el subempleo.
A los empresarios, que están cómodos en un mercado sin mayor competencia, tampoco les interesa un cambio, porque eso les obligaría a invertir, innovar y arriesgar, en lugar de presionar al Gobierno para conseguir beneficios, protección, subsidios, etc.
Todos estos grupos de poder no dialogan y tienen al país a punto de no hacer nada.