En ‘La escalera de Bramante’ de Leonardo Valencia, libro múltiple y controversial en su riqueza, hablan Dieter y Milos sobre el nuevo intento de suicidio de Dora, que de niña vivió la Shoa. A sus trece años, en el campo de concentración, se libró de ser violada, pero ya ‘libre’ vivió tal incalificable experiencia. Milos comenta: ‘los soldados […] se convertían en bestias […] rodeados de tanta muerte. [Violaban] al paso, de pronto, como un puro arranque de fuerza […] porque era una manera de sentirse vivos’… ‘Pasan diez minutos, se van y dejan abiertas para ellas las puertas del infierno, un círculo del que nunca salen. -Pero eso pasó hace mucho tiempo, dijo Dieter, no puede volver así de pronto. –Es que nunca se fue. Nunca se va’. Y parafraseo: ‘se han condenado, ya no son mujeres normales. Parecen indiferentes, desconectadas de las cosas, como si sobrevolaran por ellas, pero imantadas a lo que les pasó, se rigen por otra medida. Las violaron en silencio y luego viene un silencio peor y a veces se quedan calladas toda la vida con el grito adentro…
El escritor acierta con las palabras que faltan a nuestra imaginación y que necesitamos para entendernos. ‘Calladas con el grito adentro’: ¡el horror de esta inmensa desgracia social incomprendido por quien no la vivió!
¡Nuestro cuerpo nos pertenece! Que otro disponga de él en el estupro, en la violación, es profanación inaceptable. Bajo el peso de lo sufrido: incesto, abuso, oprobio, la experiencia sigue y sigue la vida obligada a vivirse. Y si hubo concepción, ¿qué decir de la prohibición del aborto de ese embrión?; ¿qué, de la nueva vida ‘obligada’ a surgir?, ¿de todo ese ‘después’, con el hijo nacido de la desgracia?
Abortos clandestinos, a mares. Muertes, deformaciones, esterilidad son secuelas que nuestro pobre sentido moral jamás compensará. ¿Y la sociedad tiene que penalizarlos? Abortar no es fácil, aun en casos de insensibilidad extrema; pero puestos en el lugar del cuerpo de quien sufrió la violación, en el de la mujer con la ‘obligación’ horrenda de cargar con el feto día tras día, y dar a luz a un hijo repudiado desde el fondo de su inconcebible concepción es duplicar el horror en otro inocente, ‘culpable’ de vivir. Así, los sucesivos intentos de suicidio de Dora son muestra de una herida que solo la muerte apagará. Que la sociedad entienda que la madre que concibió en esta circunstancia tiene derecho a decir un rotundo, un doloroso, un no culpable ‘¡no!’. La vida que se promete para el embrión, que, él mismo, empieza por ser indeseable, será, tristemente, una vida invivible para la madre que lo concibió en una experiencia opuesta a aquella en que toda mujer aspira a concebir, experiencia de amor, de ternura, de acuerdo contra la brutalidad y la amenaza. Y el hijo indeseado, el del incesto, el del estupro, el de la violación, el de la infamia ¿en qué sociedad recuperará el sentido de la dignidad de su existencia, el de la pura y justa alegría de vivir? ¿En la nuestra?